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martes, noviembre 26, 2024

¿Qué significa realmente «caníbal»?

Los sistemas de percepción, observación y comprensión de lo que denominamos realidad se articulan sobre todo mediante el lenguaje, y en este el «nombre» adquiere la relevancia de dar vida a la «cosa»; de hacerla aparecer y convertirla en real, le confiere estatus e identidad ontológica. Existe lo que tiene nombre, podríamos decir. La etimología del término caníbal arroja pistas sobre la diferente entidad que se les ha otorgado a estos a lo largo de los siglos y sobre la configuración del «otro», del diferente, como requisito implícito a la conservación del statu quo: no hay sociedad que no vertebre sus confines o márgenes de funcionamiento sin dejar fuera a quien no debe traspasarlos.

Según el historiador Paolo Vignolo, el creador del concepto «caníbal» no fue otro que el mismo Cristóbal Colón, quien en noviembre de 1492 anotó en su diario la descripción que los indígenas, los taínos o arawak (los primeros pobladores con quienes entró en contacto) le hicieron de unos seres que se hallaban en las antípodas de lo normativo, que degollaban a sus enemigos y bebían su sangre. Esta es su descripción: «Mostró el Almirante a unos indios de allí’ canela y pimienta, parez que de la que llevava de Castilla para muestra y cognosciéronla, diz que, y dixeron por señas que cerca de allí avía mucho de aquello al camino del Sueste. Mostróles oro y perlas y respondieron ciertos viejos que en un lugar que llamaron Bohío avía infinito y que lo traían al cuello y a las orejas y a los braços y a las piernas, y también perlas. Entendió más, que dezían que avía naos grandes y mercaderías, y todo eso era al Sueste. Entendió también que lexos de allí avía hombres de un ojo y otros con hoçicos de perros que comían los hombres, y que en tomando uno lo degollavan y le bevían la sangre y le cortaban su natura».

Grabado a color de D. K. Bonatti de Cristóbal Colón al llegar al Nuevo Mundo.ASC

Hombres perro en Bohío

El genovés empleó por primera vez el neologismo en una anotación posterior de su diario en la que volvía sobre el asunto y sobre la zona de Bohío (la isla la Española, hoy dividida entre dos países, República Dominicana y Haití). Según el mismo historiador, el término caníbal parece haber sido tomado de la palabra empleada por los arawak para designar a sus enemigos del interior. ¿De qué enemigos se trata? De seres monstruosos, con un solo ojo y hocico de perro, que comían carne humana, como vemos en la descripción colombiana. Una especie de cíclopes cinocéfalos y antropófagos cuya figura, desde luego, supone toda una condensación simbólica de seres mitológicos. ¿No nos recuerdan a los descritos por Marco Polo en sus viajes, por ejemplo? 

Los caníbales son los otros a los que hay que mantener aparte del mundo ordenado, la línea que no debe traspasarse en una sociedad reglada por la moral, la ley y la religión. Y esta es la descripción de los caníbales que triunfaría en el siglo XVI, siglo en el que se desarrolla la codificación del imaginario de la otredad lejana, que se ubica en ese nuevo mundo emergente, y cuando prolifera por doquier la figura del caníbal (grabados, libros de caballerías, crónicas de viajes, mapamundis, etc.).

No obstante, los especialistas sostienen que dicha descripción, más que deberse a lo que los arawak describen a Colón, obedece a la imaginación, el bagaje cultural y el horizonte mental de los españoles que llegan al Nuevo Mundo, dado que la comunicación con los indígenas no debía ser fluida y los procesos de traducción adolecían de transparencia en su convergencia lingüística. La interpretación de los diálogos pasaba por el tamiz de la interpretación de los españoles. «Ciertos sonidos, ciertas asonancias, ciertos gestos de los habitantes de esas tierras desconocidas han despertado en la mente de Colón reminiscencias clásicas, leyendas de marinos, ensueños de geógrafos y poetas. 

Es gracias a sus lecturas de Marco Polo, de sir Juan de Mandevila, de Pierre D’Ailly que Colón puede identificar, no sin cierto escepticismo, los caníbales con los cinocéfalos antropófagos», explica Vignolo. Y, en este sentido, el especialista en literatura renacentista Frank Lestringant llama la atención sobre una asociación singular que seguramente estableció Colón. Según este autor, en el término caníbal el almirante genovés percibió la raíz latina canis («perro») y de ahí su asociación con el cinocéfalo. Es decir, las palabras incomprensibles de los arawak hacen que la mente del explorador rescate las viejas mitologías de los hombres perro y los cíclopes que ya se encontraban en la icnografía medieval (por ejemplo, en la obra Mare Historiarum, de Giovanni Colonna, del siglo xiii).

Ilustración del Libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville: «Sus habitantes
tienen cabeza de perro (…). Cuando derrotan a
un enemigo en la batalla y lo apresan, al pronto se lo comen»
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Un giro de tuerca

Pero aquí no acaba la cuestión etimológica, porque en su mismo diario y a los pocos días de las primeras argumentaciones al respecto, el almirante genovés da una vuelta de tuerca sobre el vocablo. Entre finales de noviembre y primeros de diciembre aparece una etimología nueva: «Detrás d’esta Española, a que ellos llaman Caritaba, y que es cosa infinita, y cuasi traen razón qu’ellos sean trabajados de gente astuta, porque todas estas islas biven con gran miedo de los de Caniba, “y asi torno a dezir como otras vezes dixe”, dize él, “que Caniba no es otra cosa que la gente del Gran Can, que deve ser aquí muy vezino; y terná navíos y vernán a captivarlos, y como no buelven, creen que se los (han) comido”».

¿Cómo puede ser esto? ¿Qué tienen que ver los aborígenes de América del Sur con la corte de la China del gran Khan? ¿Qué giro es este? ¿Acaso Colón se cree en las Indias orientales? Para Vignolo, los caniba —una palabra recién acuñada en el diario— no son ni monstruos, ni quizás tampoco antropófagos. Según esta nueva interpretación, son más bien el pueblo del gran Khan, el Gran soberano de la China lejana. «¿Por qué? Por un simple juego de asociaciones, que en una fantasiosa intuición etimológica asocia can y Gran Can. El radical cani (del arawako canima) es puesto en relación con el término Can. Los caníbales pertenecerían al señorío del Gran Can, soberano del Catay y de las Indias Superiores», explica.

¿El motivo? Para Vignolo se debe a algo bien simple: Colón era ante todo un hombre pragmático, cuya razón se basaba en el empirismo y el razonamiento y no hacía caso a las leyendas y fantasías. Si bien estas primeras explicaciones lo congraciaban con la mentalidad fantasiosa de sus hombres, de nada le valían a la hora de argumentar frente a sí mismo y, sobre todo, frente a los Reyes Católicos, a quienes tenía que rendir cuentas. «La presencia de un pueblo civilizado y bien armado (o más bien, civilizado porque bien armado…) resulta una excelente noticia para una tripulación en busca de rutas comerciales con el fabuloso Oriente de riquezas infinitas. Al mismo tiempo, Colón jamás hizo misterio de su deseo de encontrar al gran emperador de la China, para el cual traía consigo cartas de sus soberanos. Su empresa era precisamente la de llegar a las Indias, este continente prodigioso del cual el caníbal se va a volver, primero, la señal premonitoria, luego, el símbolo y, finalmente, el emblema», termina por apuntar Vignolo.

Pueblo de los cinocéfalos de Nicobar. Itinerarium de Odoric de Pordenone.
Manuscrito francés 2810, fol. 106.
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El verdadero impulso del genovés

¿Qué movía a Colón allende los mares ignotos? Su gran aventura por tierras desconocidas no obedecía simplemente al oro y las especias. Estos bienes materiales son tan solo un medio para lograr una misión que los extralimita y va más allá. Colón, y es algo sobre lo que no se ha hecho excesivo hincapié, buscaba que con dicho oro se sufragase la cruzada por Tierra Santa, la conquista de Jerusalén: «Al tiempo en que yo me moví para ir a descubrir las Indias fui con intención de suplicar al Rey y a la Reina Nuestros Señores que de la renta que de Sus Altezas de las Indias hobiere que se determinase de la gastar en la conquista de Jerusalén, y así se lo supliqué», se recoge en sus propias palabras dentro del libro La conquista de América de Tzvetan Todorov. De este modo, Cristóbal Colón actúa como un «buen caballero» que ansía participar en la evangelización (la llamada al centro y statu quo cristiano) de los «infieles». De ahí, por otra parte, que pueda ligarse la abrupta y acelerada cristianización de las nuevas tierras con la conquista de la Jerusalén terrenal y la venida de la Jerusalén celeste: hay que ir hasta el fin de la Tierra y de los tiempos para ganar la eternidad que promete la ciudad eterna. En este sentido, el descubrimiento y la conquista de esa tierra habitada por seres extraños y de prácticas aberrantes se vuelven epítomes de cómo los «buenos católicos» actuarían en el fin de los tiempos y la sobrevenida del Juicio final. Dentro de este marco conceptual, que envuelve los viajes de Colón en una estela mesiánico-mileniarista, el encuentro con el gran Khan tiene una importancia extrema: su conversión es la condición sine qua non para la realización de la última Cruzada, y la presencia de sus súbditos (los cariba), y la conversación con ellos, no es más que el refuerzo o la constatación de la cercanía de este gran emperador de Oriente y la de la ubicación geográfica de dicha aventura en las «antípodas», algo esto último que no es para nada baladí y que también se ha pasado por alto con bastante frecuencia.

Las antípodas, en la visión geográfica occidental del siglo XV que proviene de los tiempos de Platón, son la línea infranqueable: la tierra ignota que se halla fuera del orden, el territorio de los otros, radicalmente extraños, que resulta imposible de alcanzar debido a diversas e insalvables barreras naturales (mares tempestuosos, desiertos tórridos, hielos infinitos). 

De esta forma, «la verdadera novedad del viaje de Colón no es la de haber descubierto alguna isla en el océano, sino haber quebrantado —siguiendo el rumbo de los portugueses— los obstáculos naturales que impedían el paso al otro hemisferio, donde mora el misterioso pueblo de los antípodas», explica Vignolo. ¿Y cómo no van a estar pobladas las antípodas por caníbales si nos atenemos mismamente al origen del término antípodas? Recordemos: anti-podos («anti-pies»). Las antípodas es el mundo de los que están al revés en el globo terráqueo y que por ello tienen los pies arriba y la cabeza abajo. Estamos ante la subversión del sentido natural y «bueno» de las cosas conocidas: un mundo patas arriba que no deja de sacudir las categorías cognitivas racionales (aristotélico-tomísticas) pero que se aviene sin problema excesivo con la cosmología medieval imperante por entonces y deudora de una extensa constelación de leyendas, mitos, creencias y relatos sedimentados a lo largo de los siglos.

Discutiendo la existencia de las antípodas
en De Civitae Dei.
ASC

El mal caribe

Bien sabemos que el presupuesto de que los caníbales-cariba eran súbditos del gran Khan no resistió la prueba de los hechos y, es más, el mismo Colón la abandonó a lo largo de sus posteriores viajes. Así, serán las imágenes inspiradas por el De Orbe Novo del cronista italiano Pedro Mártir de Anglería las que cristalicen y pasen a ser hegemónicas en la formulación del «sujeto nuevo» del Nuevo Mundo y se conviertan en un lugar común de los registros genealógicos. ¿Cuáles son estas fuentes icónicas? Por un lado, la de los indios taínos y, por otro, los restos de un festín antropófago en Guadalupe, inspirado en el segundo viaje de Colón. Si en la primera imagen se diferencia entre buenos y malos (indios pacíficos y colaboradores y caníbales asesinos), la segunda arrastra todo el terror de ciertas obsesiones medievales y no hará sino consolidarlas. Son estas poderosas imágenes, ya sean grabadas, escritas, pintadas o narradas, las que teñirán la literatura popular del siglo XVI y vertebrarán el imaginario colectivo que rodea la conquista de América en su época y los momentos posteriores.

En un principio, los caníbales asesinos se representan todavía con cabeza de perro, como por ejemplo en un grabado en madera publicado por Lorenz Fries en 1525, que según Vignolo, acompañaba la Carta Náutica de 1516 realizada por Waldseemüller. Después, se produce una compleja transición puesto que este monstruo derivará en el salvaje de la ideología colonial moderna. Puede decirse, siguiendo al historiador de la Universidad de Colombia, que de Colón en adelante la diferenciación entre los indios edénicos (sumisos y aptos para la conversión católica) y los indios diabólicos o feroces (los caníbales) traza las prácticas de dominación de la conquista.

Carta Marina Navigatoria (1516), de Martin Waldseemüller (edición facsímil 1960).ASC

Caníbales: los buenos esclavos

Y aquí entra una cuestión sumamente importante: la esclavitud o libertad de los mismos. Porque si bien en un principio la pretensión de los primeros conquistadores era esclavizar a todos los aborígenes, Isabel I la Católica deja establecido desde 1495 que todos aquellos indios que profesen la fe católica y acepten su soberanía se convierten al instante en súbditos de la Corona y, por lo tanto, en personas libres (evidentemente, dentro de un régimen feudal…). Ahora bien, hay una gran excepción a este decreto: lo que se denomina «guerra justa» contra los caníbales-caribes. «Una de las justificaciones principales de la guerra, junto con la idolatría y los sacrificios humanos, es precisamente la de extirpar el crimen monstruoso de devorar la carne humana, por el cual se hiere muy particularmente el orden natural. En este caso, los indios capturados pueden ser reducidos a esclavitud, comprados y vendidos», alude Vignolo.

Tenemos entonces la línea divisoria clara entre quienes se consideran humanidad y quienes son relegados a los confines (las antípodas) de esta debido a sus prácticas aberrantes. Evidentemente, esta diferenciación fue empleada para justificar deportaciones y masacres a escala mundial. Las prácticas antropofágicas permiten negar la humanidad de los indios, algo que se convierte en toda un arma en manos de los conquistadores. «Basta con encontrar en cualquier pueblo indio un indicio cualquiera de antropofagia para cambiar las disposiciones de la Corona y convertir los nuevos súbditos en potenciales esclavos. No sorprende entonces que las denuncias de actos de antropofagia se extiendan como mancha de aceite, hasta caracterizar al continente entero», agrega. Esta disposición se refuerza, precisamente, con el descubrimiento de los sacrificios humanos practicados por los aztecas, un hecho que no tarda en reforzar la «canibalización» del Nuevo Mundo. 

Al respecto, valga el ejemplo de Juan Ginés de Sepúlveda, cuando en 1545, frente a la oposición real y por petición de Hernán Cortés, procura la defensa de la institución de la encomienda (un sistema laboral que beneficiaba a los conquistadores mediante el trabajo y vasallaje de las personas conquistadas) basándose en el canibalismo. Así describe a los indios de este modo: «Hombres que se entregan a todo género de intemperancia y de lujuria infame, muchos de los cuales se alimentan de carne humana… que veneran el vientre y las partes más vergonzosas del cuerpo como Dios, consideran los placeres de la carne como la religión y la virtud, y, como los puercos, tienen la mirada fija sobre la tierra, como si jamás hubieran visto el cielo».

Ahora bien, ¿cómo podía interpretarse esta naturaleza bestial de los indios a ojos de la doctrina católica si todo lo creado era obra de su dios? ¿Acaso no todos los seres humanos descienden de Adán? La marginalidad monstruosa de los indios bien podía hacer naufragar (o al menos poner en entredicho) toda la cosmogonía cristiana basada en la descendencia del primer hombre creado por Dios, algo que iba en perjuicio de la Iglesia de Roma, preocupada por su labor misionera en América, dado que esta le confería parte del control del proceso de la conquista y los bienes de este derivados, lo mismo que ocurría con los intereses de la Corona, preocupada por mantener a los encomenderos y a los indios como súbditos dentro de una estructura social tradicional que pasaba por la anexión de las tierras de ultramar directamente a Castilla.

Y aquí se da el gran salto: «(…) emerge una concepción de la bestialidad del indio en términos de categoría moral más que zoológica, causada por un proceso cultural y no por una ley de natura», explica Vignolo. Y es que los supuestos comportamientos bestiales de los indígenas no excluyen o eluden su descendencia de Adán, sino que la precisan: el canibalismo y la idolatría, los supuestos aberrantes a los se acude para acusar de bestialidad al indio, son el fruto del pecado original y no de una condición biológica o circunstancia ambiental o cultural. Aquí tenemos la «justificación moral» de la conquista.

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