Galileo Galilei realizó a lo largo de su vida tantas contribuciones esenciales para el desarrollo de la ciencia tal y como la entendemos hoy en día, que irremediablemente algunas han pasado más desapercibidas frente al resto. Y no por ello son menos importantes. Se podría decir que la ley matemática que relaciona la proporción área-volumen de un sólido es una de ellas.
En 1638, cuatro años antes de su muerte, se publicó en Holanda la última obra del sabio de Pisa: Diálogos acerca de dos nuevas ciencias (Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due nuove scienze). Recordemos que se encontraba en el punto de mira de la Inquisición, con lo cual, publicar en su propio país podría haberle acarreado problemas. En ella, en forma de diálogo, plantea una reflexión acerca de sus tres últimas décadas de trabajo en el campo de la física y trata de ofrecer respuestas a algunas de las preguntas de su tiempo, alejándose, definitivamente, de la visión Aristotélica predominante.
La ley cuadrático-cúbica
Esta obra está dividida en cuatro libros, el primero versa sobre la resistencia de los objetos y materiales: ¿por qué cuando un caballo cae desde metro y medio o dos metros se puede romper los huesos, pero, en cambio, esto no sucede cuando un perro, un gato o un saltamontes caen desde la misma altura o incluso mayor? ¿Por qué si incrementamos el tamaño de una máquina, manteniendo el diseño, es posible que no funcione o se rompa? ¿Por qué, en definitiva, la fuerza y la resistencia de un material no aumentan en la misma proporción que su tamaño?
Este tipo de fenómenos, que podríamos achacar a propiedades físicas, se deben, en realidad, a una relación puramente matemática: la ley cuadrático-cúbica, que establece que, al aumentar o disminuir la escala de algo, su área y su volumen no se modifican en la misma proporción.
Podría enunciarse así: «Cuando un objeto se somete a un aumento proporcional en tamaño, su nuevo volumen es proporcional al cubo del multiplicador y su nueva superficie es proporcional al cuadrado del multiplicador».
En efecto, imaginemos una figura sencilla, por ejemplo, un cubo de 1 metro de lado cuya área exterior sea, por tanto, de 6 metros cuadrados y su volumen de 1 metro cúbico. Tomemos ahora otro cubo, pero con el doble de lado: su área sería de 24 metros cuadrados y su volumen de 8 metros cúbicos. Si nos fijamos, mientras que al doblar el tamaño el área se ha multiplicado por 4 (2²), el volumen lo ha hecho por 8 (2³). Algo similar sucedería con un cubo de 3 metros de lado: su área sería 9 (3²) veces mayor que la del cubo de lado unidad y su volumen 27 (3³) veces.
En resumen, mientras que la superficie de cualquier objeto aumenta o disminuye en una proporción cuadrática, el volumen lo hace en una proporción cúbica, con todas las consecuencias que eso conlleva para el resto de propiedades que van asociadas a estas magnitudes: resistencia, fuerza, masa, densidad… y que se reflejan en múltiples aspectos de la realidad, desde la biología hasta la ingeniería.
Fue el biólogo evolutivo inglés J. B. S. Haldane quien, en su ensayo Being the Right Size, de 1926, se apoyó en la ley cuadrático-cúbica para justificar, por ejemplo, la complejidad de los seres vivos en función de su tamaño y examinó, desde el punto de vista de la ciencia, lo que ya varios autores habían planteado en la ficción: ¿Podría haber gigantes de casi cuarenta metros de altura, como el protagonista de Micromégas (1752), de Voltaire? ¿Y liliputienses como los de Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift?
En el primer caso, mientras que el peso de Micromégas sería 8000 veces el de un ser humano medio —este depende del volumen—, el área transversal de los huesos que tendrían que soportarlo —que depende del área— solo sería 400 veces mayor. Un fémur solo es capaz de soportar unas diez veces el peso de la persona, luego este gigante cósmico no podría dar un solo paso bajo la acción de la gravedad.
Esta relación determina, indefectiblemente, el aspecto de cualquier criatura, imaginaria o no: los rinocerontes tienen características de rinoceronte porque no podrían existir de otra manera, no podrían tener las patas estilizadas ni los huesos de una gacela porque ese patrón no es válido para ese peso y tamaño. Las matemáticas lo impiden.
Desde esta perspectiva no parece casualidad, por tanto, que los animales más grandes de la naturaleza, como la ballena azul, sean marinos.
No todo, sin embargo, es una cuestión de solidez, como también expone Haldane. El tamaño de un ser vivo condiciona también muchos otros procesos biológicos —o, tal vez, viceversa—, como la conservación del calor corporal. Este sería uno de los grandes problemas de los liliputienses, ya que el calor que genera el cuerpo humano es, en parte, proporcional al volumen de este, mientras que el que pierde depende principalmente de la superficie que está en contacto con el aire. Una disminución de tamaño semejante implicaría una muerte por hipotermia: se perdería calor más rápido de lo que se estaría generando, ya que el volumen que lo podría compensar habría disminuido drásticamente.
Y podríamos hablar en términos semejantes de la presión arterial, la capacidad pulmonar… diferentes procesos requieren de diferentes configuraciones y diseño de los órganos, casi todas relacionadas con el tamaño del organismo y la necesidad de garantizar su supervivencia.
La complejidad, una cuestión de supervivencia
Por lo general, cuanto más grande es, más complejo necesita ser un ser vivo —aunque no todos sus órganos—.
El ejemplo más claro lo encontramos en las plantas: un alga unicelular no necesita tener hojas ni raíces, pero un árbol sí porque de otra manera no obtendría el alimento necesario para nutrir toda su estructura.
Así pues, la complejidad es una cuestión de supervivencia, en muchos casos, cuando de la escala se trata. Que los gatos sobrevivan a caídas desde mayores alturas que los caballos, como planteaba Galileo en sus Diálogos, también depende de la ley cuadrático-cúbica. De la relación entre la resistencia que un cuerpo presenta al aire —que depende del área— y su peso —que depende del volumen—.
Con un peso lo suficientemente pequeño, la superficie corporal de un organismo puede ser suficiente para ralentizarlo cuando se encuentra en caída libre. Tanto como para que su velocidad límite —aquella que se alcanza cuando la fuerza gravitatoria y la fuerza de fricción se igualan y, por tanto, la aceleración es igual a cero— sea una a la que pueda sobrevivir, independientemente de la altura desde la que caiga.
Sin embargo, lo que es una ventaja en una caída puede no serlo en caso de acabar en un pantano. La película de agua que se formaría alrededor de un animal muy pequeño, debido a la tensión superficial, sería demasiado pesada para él, no así para un organismo mayor.
El diseño de los artefactos
La extensión de las alas de los pájaros, como puede deducirse, también está relacionada con esta cuestión. Y, quien habla de pájaros, habla de aviones.
El diseño de artefactos era el segundo planteamiento de Galileo Galilei: no basta con aumentar o disminuir el tamaño, la ley cuadrático-cúbica nos puede obligar a modificar tanto el diseño como los materiales. En el caso de los aviones —como en el de las aves—, un aumento en el tamaño del fuselaje requiere de un aumento aún mayor de la superficie de las alas.
Sin embargo, en el caso de los globos, un pequeño incremento de tamaño jugará a favor de la flotabilidad. Eso mismo sucede con los barcos, podemos conseguir mucha más capacidad de bodega con tan solo un pequeño aumento de escala. Todo ello debido al mismo principio matemático.
Y en arquitectura, el problema es similar: para construir mayores edificios se requieren materiales más sólidos, ya que el peso de la estructura sufre un incremento mayor que el esperado por el mero aumento de sus dimensiones.
En conclusión, si doblamos un objeto en tamaño, como ya planteara Galileo, su fuerza y su resistencia no lo harán en la misma proporción, de hecho, y, por lo general, disminuirán. Si lo reducimos a la mitad, aumentarán. Además habría que tener en cuenta también los cambios funcionales necesarios en uno u otro caso para que ese cambio de escala sea viable, sobre todo en los sistemas biológicos.
La realidad, en este caso, las matemáticas, corta de un plumazo la posibilidad de que una especie de hormiga capaz de levantar 100 veces su propio peso se acabe convirtiendo en un monstruo gigante que suponga una amenaza para nosotros: sus estructuras anatómicas no están adaptadas para soportarlo. Y, si bien, el hombre menguante de Richard Matheson tendría una fuerza sobrehumana, probablemente moriría de hipotermia —como los liliputienses— antes de poder comprobarlo.
Así pues, ¿el tamaño importa? En diseño, desde luego que sí.