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miércoles, octubre 2, 2024

El Scriptorium de Guadalupe: cuna de la escritura y pergaminos de prestigio

En Santa María de Guadalupe se conserva una de las colecciones de manuscritos de coro más notables de España; cerca de un centenar de códices elaborados entre sus muros dieron servicio a la comunidad jerónima durante el periodo que habitó el real establecimiento cacereño (1389-1835). Quizá las grandes dimensiones de los ejemplares, que dificultan su manejo, así como su específica función litúrgica, que imposibilitan su reutilización, pudieron ser las razones que favorecieron su almacenamiento en la capilla de san Juanito tras la exclaustración. Peor suerte corrió el resto de su patrimonio bibliográfico que fue expoliado, dispersado o trasladado a otras bibliotecas, civiles, religiosas y privadas. 

Cuando Elías Tormo inspeccionó en 1906 el estado del monasterio dio cuenta de la valiosa colección de manuscritos junto a varios tejidos, bordados y ornamentos litúrgicos; almacenados como antiguallas de un pasado memorable. El valor patrimonial de estos bienes fue inmediatamente reconocido por los responsables de recuperar el conjunto monástico, quienes idearon sendos espacios museísticos destinados a su custodia, protección y exhibición. Así, en 1931 abría sus puertas el primer Museo de Libros miniados en España. 

Vista del Monasterio de Guadalupe en el siglo xv según un cantoral del scriptorium. Fuente: ASC

El feliz descubrimiento y las decisiones posteriores tuvieron lugar en un contexto intelectual favorable para la historia del libro en nuestro país. Por esos años, la Sociedad Española de Amigos del Arte había celebrado con notable éxito la primera exposición sobre manuscritos iluminados (1924), gracias al compromiso y empeño de Jesús Domínguez Bordona (1889–1963). En la muestra se integraron varios volúmenes procedentes de Guadalupe, que comenzaban a ser estudiados por los eruditos franciscanos que se habían hecho cargo del monasterio. De esta manera, la colección jerónima entró a formar parte de la historia de la miniatura hispana. 

Un centro de referencia en la producción de manuscritos

Los relatos más antiguos sobre la fundación del cenobio se remontan a los primeros años del siglo XV; con carácter legendario narran las labores realizadas por los monjes que «con toda humildad e con todo buen enxemplo trabajavan cada uno quanto podían en rreparamiento de ssu monesterio e los unos acarreavan las piedras e los otros la cal e otros escrivian los libros que pertenesçian para el oficio de la iglesia». A pesar del grado de veracidad, su formulación denota la intensa relación de la comunidad jerónima con los libros de coro; pues resulta sumamente elocuente que se mencione la tarea de elaboración de códices entre las labores de construcción y mantenimiento del inmueble. Así como los sillares son el fundamento de la casa, los códices lo serán de su cometido principal: el rezo del oficio divino. 

Libro coral de finales del siglo XV. Fuente: ASC

El célebre viajero Jerónimo Münzer visitó el monasterio en 1495 y describía fascinado el templo, a cuyos pies, en alto, se situaba el coro equipado con los cantorales; le impresionaron sus dimensiones y calidad. Pudo contemplar «un precioso cantoral con encuadernación cuajada de perlas y piedras que se usa en las procesiones», fruto del empeño de «peritísimos pintores, pendolistas, iluminadores, orfebres y exornadores, como lo demuestran varios misales que nos enseñaron maravillosamente iluminados». 

Buena muestra de la calidad de sus manufacturas es el aprecio que manifiesta la reina Isabel la Católica, cuando en febrero de 1488 escribe al prior de Guadalupe apremiándole a acabar la copia de un Flos sanctorum. La carta está suscrita en Zaragoza donde el rey Fernando estaba promoviendo la construcción de la única casa jerónima en suelo aragonés: el Real Monasterio de Santa Engracia. Precisamente, conforme avanzaban sus obras, en 1493, el monarca también dirige una misiva al prior general requiriendo a los maestros necesarios para dotar al recinto de los correspondientes libros litúrgicos. 

El conocido como Diurnal o Libro de horas del Prior fue elaborado en los talleres del Monasterio hacia 1495.

Las noticias acreditan que, a finales del siglo XV, un taller en pleno rendimiento se ocupaba de todas las fases de elaboración de un códice manuscrito. La envergadura del equipo y el volumen de encargos debió motivar la elaboración de un Reglamento para la Escrivanía e pergamineria escrito por fray Diego de Écija (1499). El testimonio proporciona una serie de pautas, por ejemplo, «tener previsto el oficio de todo lo nesçesario, así como bermellón, tinta, grasa, agua gomada, reglas, pautas, plomadas e tinteros, compases, punçones, tiseras, barras e pesillas, redomillas, casquillos e todo lo otro que pertenesçe al ofiçio». 

Existe un asunto especialmente pormenorizado: la provisión de animales para la elaboración del pergamino, porque requiere una planificación precisa dada la duración del proceso. El redactor estima que, de forma anual, para abastecer la producción habitual son necesarias, al menos, seiscientas cabras, cincuenta carneros y cien ovejas. Advierte de que son cantidades que no se pueden cubrir con las cabezas de la casa, de modo que estipula una serie de indicaciones sobre los procedimientos y condiciones para la obtención de animales, por ejemplo, los carneros «han de ser muy groseros y grandes; haslos de comprar por la Resurreçión fasta Pascua de quincuagésima; e has de mirar que han de ser limpios, sanos e enjutos».

Los libros del coro en el Monasterio Jerónimo

Los cantorales componen una tipología de libros muy concreta y definida, que la ha convertido en propia del paisaje catedralicio y monástico. De hecho, su función es reconocible para cualquier persona que se acerque al coro. Se trata de parte del ajuar de este espacio privilegiado para el rezo del Oficio divino; razón por la cual sus características materiales y compositivas se han mantenido a lo largo de los siglos. 

En el caso de la orden de San Jerónimo, su carisma se encuentra estrechamente ligado al cuidado litúrgico y al rezo de las horas canónicas. Con frecuencia en los escritos de frailes de la Casa se recurre al símil entre la comunidad monástica asentada en la sillería y las cohortes angelicales que cantan las divinas alabanzas a Dios, de noche y de día. Esta conjunción coral se materializa en el templo de Guadalupe: en la bóveda que cobija la sillería se asoman entre los nervios cuatro parejas de ángeles que tocan instrumentos para acompañar el canto de la comunidad que se asienta en sus sitiales de madera de nogal.

Libro coral del scriptorium Guadalupense (siglo XV).

El contenido de los oficios queda fijado por las autoridades romanas en el breviarium, en el missale y en el rituale; en algunos casos se completaban con costumbres propias de las instituciones. El breviario plenario es el volumen en el que se recogen todos los textos necesarios y está compuesto por varias partes: el ordinario, el salterio, el antifonario, el oficio de la Virgen, el de los santos, el de los difuntos… Todos ellos se pueden encontrar en un único códice o, como en el caso de la colección guadalupana, distribuidos en varios volúmenes. Los maestros de coro y los responsables del servicio del facistol eran los encargados de disponer los ejemplares que correspondía utilizar en cada momento. 

Libros para la liturgia jerónima

Al tratarse de libros de uso litúrgico, su contenido textual y musical se vio afectado por abundantes reformas; unos cambios que obligaban a adaptar el contenido de los códices, razón por la cual la mayoría no conserva la disposición original. La transformación de los volúmenes, eliminando o añadiendo elementos, fue aceptada por el clero con naturalidad dado su carácter funcional; no se trata de libros que hayan tenido que ser aprobados con una composición cerrada, pues lo que está sujeto a la supervisión es la literalidad del escrito, esto sí, controlado por meticulosos latinistas y musicólogos. Así pues, el objeto se concibe como un receptáculo suntuoso que no cuenta con un valor simbólico material en sí mismo, como ocurre con otros libros de la litúrgica cristiana, por ejemplo, los evangeliarios o la propia Biblia que en su calidad de custodios de la palabra de Dios requieren una presentación material decorosa y canónica.

Los libros corales presentan una composición semejante a lo largo del periodo en que se mantiene su uso litúrgico; lo que da lugar a un modelo tipificado. El texto se presenta en una grafía que se ha denominado letra gruesa de los libros de iglesia, que se mantuvo ajena a otras fórmulas gráficas que se desarrollan en diferentes materiales de la cultura escrita. Algo semejante ocurre con el aparato decorativo de los códices, una serie de orlas pobladas de elementos vegetales, animales y antropomorfos encuadran el folio, al menos, el que contiene el introito de los oficios principales. En esta misma página, se resalta el inicio del texto con una letra historiada por un pasaje bíblico, una escena ceremonial o bien una letra habitada por la figura de un personaje sagrado, en cualquier caso, con la finalidad de localizar de manera rápida el pasaje. Asimismo, a través de diferentes tipos de letras se jerarquizan los fragmentos escritos, como ocurre con la inicial de taracea o la inicial quebrada, que señalan el comienzo de secuencias de menor entidad. 

La vigencia temporal de estos elementos visuales, que en su mayoría se generan y difunden en los siglos del gótico, impide clasificar estos materiales según las categorías artísticas tradicionales. En efecto, en los cantorales guadalupanos confluyen elementos propios de la tradición flamenca, al mismo tiempo que se ensayan los avances en la representación de la perspectiva moderna. Conforme avanzan los años, las iniciales historiadas se convierten en pequeños lienzos en miniatura, que reflejan motivos propios del Renacimiento, el manierismo o el Barroco, todo ello en contraste con los elementos marginales que conservan en su composición reminiscencias tardomedievales. Hay que tener presente que estos términos solo comprometen las cuestiones formales y compositivas del aparato decorativo, puesto que no se corresponden con los valores estéticos que se aplican en otro tipo de libros durante la Edad moderna. 

En definitiva, las formas retardatarias de los libros de coro son deudoras de la idea de suntuosidad que se configuró en su etapa de esplendor. Sus dimensiones y los recursos gráficos y figurativos facilitan y ennoblecen la proclamación del oficio. Elisa Ruiz describió la atmósfera sinestésica que constituía el rezo coral, notando que «los ojos facilitaban la descodificación de los textos o lectura y la interpretación de las iniciales historiadas; el órgano auditivo se deleitaba con la sonoridad musical de las composiciones; el olfato era acariciado a través de los efluvios emanados del incensario; el gusto se saciaba en el acto de la comunión; y el tacto participaba en la medida en que se producía el contacto con los objetos sagrados en el curso de la actividad litúrgica».

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