Si hace 500 millones de años hubiéramos permanecido de pie en una playa, seríamos incapaces de prever que aquel mundo iba a convertirse en el que vemos hoy. De hecho, deberíamos estar enfundados en un traje de astronauta, pues el nivel de oxígeno en la atmósfera estaba por debajo del 6 % y la falta de una capa de ozono no impedía que la letal radiación ultravioleta bañara la superficie de las tierras emergidas, esterilizándolas. El paisaje, entonces, estaba dominado por altos conos volcánicos, producto de los cambios tectónicos ocasionados por la ruptura de un supercontinente.
Los primeros colonizadores de tierra firme
Tal fenómeno había dejado ensenadas de aguas poco profundas, donde la vida encontró un nicho para florecer. En ellas pululaba la jovencísima fauna del Cámbrico, lo que contrasta con la desolación que habríamos observado en tierra firme, un paisaje gris salpicado de montículos de lava negra, cubierto de escombros y rocas afiladas, surgido de la glaciación de la que acababa de salir el planeta. No habría rastro de seres vivos, y solo hallaríamos algo de verde en los pocos estromatolitos –unas estructuras formadas por microorganismos– que perdurarían en la costa.
Pero algo estaba a punto de cambiar y, poco a poco, la vida fue tomando posiciones. Las cianobacterias fueron las pioneras que se aventuraron más allá de las aguas someras; les siguieron los musgos, hongos y líquenes, que comenzaron a cambiar el color del firme y lo prepararon para sus lejanos parientes, que llegarían después.
La primera prueba que tenemos de que las plantas empezaron a colonizar la superficie son unas diminutas esporas encontradas en rocas del Ordovícico, hace entre 485 y 444 millones de años. Poseían paredes duras y resistentes para lidiar con la escasez de agua y podían dispersarse por el aire.
Al parecer, esas primitivas plantas eran pequeñas y carecían de un sistema de vasos de transporte de nutrientes –se denominan briofitas–. Se parecían a las actuales hepáticas –llamadas así por su forma de hígado–, que no superan los 10 cm y no tienen raíces profundas. Crecen en ambientes húmedos, a la sombra, y solo un ojo entrenado puede diferenciarlas del musgo. ¿Fueron entonces las citadas hepáticas las primeras plantas? Buena parte de la comunidad científica así lo creía, pero algunos expertos ponen en duda todo este escenario.
Philip Donoghue, biólogo de la Universidad de Bristol, ha combinado los datos paleontológicos con los genéticos de más de cien especies de plantas y algas y ha llegado a dos conclusiones revolucionarias: la primera, que las plantas terrestres aparecieron antes de lo que se creía, justo durante la explosión del Cámbrico; la segunda, que el antecesor de todas ellas, aún por descubrir, probablemente tuvo poros y raíces rudimentarias, a diferencia de las hepáticas. Según la botánica Pamela Soltis, de la Universidad de Florida, si se confirmase tal hipótesis, “habría que modificar la línea temporal del origen de la vida terrestre y el ritmo de los cambios evolutivos en las plantas y muchos animales y hongos”.
La conquista de la tierra firme
Las algas verdes carofitas podrían haber sido las antepasadas de esas primeras plantas, algo que también sugieren los estudios genéticos realizados con la carofitas actuales. El salto a tierra firme, no obstante, seguramente se dio desde las masas de agua dulce, y no desde los océanos, como dictaría en un primer momento el sentido común. Según los paleobotánicos, lo protagonizó alguna variedad de esas algas, que se había adaptado a vivir en los ríos durante aquella cálida época, en la que las temperaturas podían llegar a alcanzar los 60 ºC.
No fue un paso sencillo, porque, mientras que el mar era un lugar seguro y estable, los continentes eran hostiles para la vida. Ahora bien, podrían haberse beneficiado de un cambio en el clima que propició lluvias más abundantes. De ese modo, el suelo logró retener más agua y se formaron los primeros pantanos, característicos del siguiente periodo, el Carbonífero, que se inició hace 359 millones de años.
Aun así, el agua seguía escaseando en tierra firme, por lo que las plantas tuvieron que resolver tres problemas interrelacionados: cómo conseguirla, cómo almacenarla y cómo aprovecharla de manera eficiente. Para combatir la deshidratación, desarrollaron un recubrimiento ceroso, la epidermis o cutícula, pero como necesitaban intercambiar gases con la atmósfera –absorber CO₂ y expulsar el oxígeno producto de la fotosíntesis– también incorporaron poros en ella.
Otro de los desafíos que tuvieron que afrontar fue la reproducción. En el agua, empleaban un método por el cual el gameto masculino nadaba hasta unirse al femenino, pero en tierra aquello era inviable. Encontrar otro mecanismo fue tan complicado que tanto las plantas no vasculares –las mencionadas briofitas– como los anfibios actuales aún no lo han resuelto, y necesitan ese líquido para llevarla a cabo.
La aparición del tejido vascular fue clave, pues, además de permitir el transporte de H₂O y nutrientes, proporciona a las plantas el soporte necesario para mantenerse erguidas. Entre las primeras que contaron con uno se encuentran las lycophytas, hace 440 millones de años. Los licopodios actuales son los representantes vivos más antiguos de aquellos organismos productores de esporas. En la actualidad, pasan totalmente desapercibidos, pero en el Carbonífero fueron omnipresentes durante 40 millones de años.
Los helechos también se hallan entre las plantas vasculares más antiguas. Marattia, un género que hoy prospera en Centroamérica y Sudamérica, Asia, Australia y África, es uno de los ejemplos más primitivos del registro fósil. No obstante, las primeras que conocemos pertenecen al género Cooksonia. Tenían un tallo en forma de V, no levantaban más de 10 cm del suelo y se anclaban a la tierra gracias a un tallo horizontal desde el que surgían nuevos brotes. Vivían en los lodos de los estuarios y en otros hábitats húmedos, formando mantos densos. Como todas las primeras plantas, se multiplicaban por esporas, que se formaban en los extremos de cada tallo.
Los primeros bosques
Durante el Devónico, hace 417 millones de años, mientras en el mar vivían tipos de peces muy distintos, las plantas abandonaron sus hábitats en las zonas costeras y alrededor de las masas de agua dulce para adentrarse en los continentes. Así, surgió un nuevo ecosistema, el bosque. Por entonces, el clima era relativamente cálido, árido y seco, y el gradiente de temperatura entre el ecuador y los polos, que no estaban cubiertos de nieve o hielo, era menor que el actual.
La explosión de diversidad que se había estado gestando durante mucho tiempo se aceleró en este periodo, y a finales del mismo, hace 356 millones de años, todas las antepasadas de las plantas actuales ya se encontraban sobre la tierra.
A lo largo del Devónico, compitieron por conseguir mayor cantidad de luz, así que se hicieron más altas y complejas. Aparecieron nuevos patrones de crecimiento, como las ramas laterales de Psilophyton, y distintas innovaciones. Una fue la habilidad de producir células del sistema vascular en gran número, lo que permitía obtener cantidades significativas de un nuevo material, la madera. Ello daría origen a los primeros árboles.
De esta época provienen algunos de los macrofósiles más misteriosos del mundo, perteneciente a unos extraños organismos conocidos como Prototaxites. A primera vista, tienen el aspecto de un tronco, con sus típicos anillos de crecimiento, pero su estructura, vista al microscopio, difiere notablemente. En lugar de células con paredes definidas, encontramos minúsculos tubitos que corren verticalmente por dentro de ese falso tronco. Cada uno de ellos es más fino que un cabello humano, pero juntos forman una densa maraña que puede alcanzar hasta un metro de ancho y elevarse hasta los ocho de altura. ¿Pero qué eran? Al parecer, no se trataba de árboles, como se pensó en un principio. De hecho, ni siquiera eran plantas, algas o líquenes, como también se ha propuesto, sino hongos.
Las plantas del género Archaeopteris —no debe confundirse con el dinosaurio ancestro de las aves, Archaeopteryx— sí eran muy similares a los árboles actuales. Hasta donde sabemos, fueron las primeras que tuvieron madera y auténticas hojas, y formaron bosques a escala planetaria. Su desarrollo era similar al de las modernas coníferas.
El Carbonífero, la época gloriosa de las plantas
Todo el mundo vegetal se estaba preparando para la que sería su época gloriosa, el Carbonífero. Se trata de un nombre bastante apropiado, pues de esa época datan la mayoría de las reservas de carbón del planeta. Solemos asociarla a un entorno dominado por árboles altos, pantanos e insectos gigantes, pero también era un mundo frío, salpicado de placas de hielo que persistirían durante decenas de millones de años.
La corteza terrestre continuó su deriva hasta que, a mediados del Carbonífero, hace 335 millones de años, las tierras emergidas se reunieron en el supercontinente Pangea. Las especies animales terrestres se diversificaron, entre ellas los primeros vertebrados capaces de poner sus huevos en la superficie. El clima les era propicio; alrededor del ecuador existía una ancha banda tropical rodeada por cinturones áridos que se extendían hasta cerca de los polos.
Pero nada dura para siempre, y las regiones glaciares empezaron a crecer hasta alcanzar los 35º de latitud. A medida que se extendía el hielo, las zonas tropicales menguaban. Y así, hace 330 millones de años comenzó una gran glaciación, que duró 60 millones de años. Solo en el ecuador, las condiciones siguieron siendo cálidas y húmedas.
Durante el Carbonífero, algunas plantas alcanzaron un gran tamaño. Helechos arbóreos, colas de caballo gigantes y enormes licopodios presidían las zonas pantanosas. Lepidodendron, por ejemplo, pasaban la mitad de su vida como un poste desnudo, pero cuando alcanzaban la madurez desarrollaban cerca de la copa una corona de ramas largas y finas. Las hojas se parecían a las de la hierba, pero medían casi un metro. A medida que el árbol crecía, perdía las más bajas, lo que dejaba unas huellas en forma de escama.
Los lepidodendrones podían erigirse hasta los 40 metros en menos de veinte años y tenían unos dos metros de diámetro. Sus raíces, por así llamarlas, pues en realidad se trataba de una especie de estadio intermedio entre raíz y tronco, consistían en cuatro o más brazos que se disponían radialmente y podían prolongarse hasta los 12 metros, aunque no profundizaban en la tierra.
Algunas especies del género Sigillaria eran igualmente colosales. Superaban los 30 metros de alto y los 100 centímetros de grosor. Su corteza, parecida a un panal, contaba con unas estructuras hexagonales de donde salía una única hoja con aspecto herbáceo. Al igual que los lepidodendrones, estas caían al suelo a medida que crecían, y las nuevas aparecían en la parte superior del tronco, formando una corona.
Entre los helechos de la época, el más agraciado fue Psaronius, que lucía largas frondas y un tronco resplandeciente. Como sus congéneres arbóreos actuales, su tronco, sin ramas, estaba tocado por una corona. A menudo alcanzaba los 10 metros de alto, pero se quedaba muy por debajo de las cordaitas. Estos árboles con características comunes con las coníferas tenían hojas de un metro y se solían elevar hasta los 45.
Sin duda, Medullosa fue una de las plantas más intrigantes del Carbonífero. Si la pudiéramos contemplar ahora, su follaje nos recordaría a un conjunto de helechos, pero, en su caso, desarrollaba semillas sin flores. Su forma de reproducción no está muy clara, pues estas eran demasiado pesadas para que el viento las arrastrase, así que se piensa que eran los insectos los que las transportaban. Tal técnica habría precedido a lo que sucedería millones de años después con las plantas con flores. Producía el polen en órganos especializados que colgaban de las hojas, y todas cumplían la misma función: dispersarlo para formar las citadas semillas.
Las plantas eran un excelente alimento para los invertebrados, por lo que tuvieron que desarrollar mecanismos de defensa, como las cortezas de lignina y la celulosa. La primera es muy dura y resistente e insoluble en el agua. Algo parecido ocurrió con la celulosa de las hojas y tallos.
Esta innovación tuvo una consecuencia inesperada: los árboles muertos no se pudrían y quedaban sepultados en el subsuelo o en el fondo de los pantanos, por lo que el carbono absorbido de la atmósfera no se devolvía a la misma. Eso llevó a una caída de la concentración del CO₂ y un aumento de los niveles de oxígeno, que alcanzó el 30 %. Con ello, se multiplicaron los incendios que provocaban los rayos, lo que obligó a las plantas a idear modos de regenerarse con rapidez.
Hasta hace poco se pensaba que la ausencia de putrefacción se debía a un retraso en la capacidad de los hongos y bacterias de degradar esta innovación evolutiva de las plantas. Que, como por entonces, no había hongos o bacterias capaces de descomponerla, se acumulaba masivamente. Sin embargo, investigaciones recientes revelan que los hongos sí tenían esa capacidad. Los patrones de acumulación de carbón propios de esta época, y el aumento de la concentración de oxígeno, se deben más a una combinación única de clima y tectónica durante la formación de Pangea que a un retraso evolutivo en la degradación de lignina.
Pero hace unos 300 millones de años los bosques colapsaron. Nadie sabe por qué, pero el clima fue tornándose más frío y seco, y las selvas quedaron reducidas a la mínima expresión, mientras crecían los desiertos. Muchos licopodios, hasta entonces dominantes, fueron desapareciendo, al igual que los insectos y anfibios gigantes. Pero también hubo especies que prosperaron, caso de las plantas con semillas y los reptiles, mejor adaptados para sobrevivir en los ecosistemas del siguiente periodo, el Pérmico.