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viernes, noviembre 29, 2024

¿Cómo era un día en la vida de un Tercio español?

Dándoles cuenta de la extrema necesidad en que se hallaban, pidiéndoles enviasen vituallas en barcas con toda brevedad por no serles posible poderse entretener ni sufrir más la hambre». Con estas breves palabras, Bernardino de Mendoza en sus Comentarios de lo sucedido en la Guerra de los Países Bajos nos ilustraba a la perfección sobre gran parte de la realidad cotidiana del soldado de los tercios situado en Flandes, Italia, norte de África o, en definitiva, en todos los puntos por donde estos hombres pasaron. En efecto, la vida de la soldadesca durante los siglos XVI y XVII estaba destinada al padecimiento continuo y, de vez en cuando, a unos ratos guiados por la pasión, el desenfreno y la fiesta.

El vivac (1640-1650), por David Teniers. Museo del Prado, Madrid. Foto: Museo Nacional del Prado.

Entre civiles y presidios

Una vez la compañía había reclutado los hombres necesarios, o los que se podía obtener en las villas, arrancaba una marcha que se dirigía a los diversos puertos que poseía España y que servían de lanzadera para dirigirlos a Italia, el norte de África o Flandes. Durante los primeros días se mostraban las dificultades, pues los soldados tenían que alojarse con los civiles en sus viviendas. Esto implicaba la ruptura de la realidad cotidiana de los aposentadores que, además, tenían que entregar una serie de víveres mínimos al soldado y cocinar los productos que estos hombres compraban con su sueldo.

Y es que la vida de los soldados de los tercios va a estar condicionada completamente por el escenario en el que se encuentre. Una de las experiencias más frecuentes era el paso —o la permanencia—, en las diferentes fortificaciones y presidios necesarios para la protección de los territorios e intereses de la Monarquía Hispánica.

«Es la causa ociosidad y largo reposo de presidio continuo de años donde con la ocasión del amor, delicias de mujeres, regalo y dormir reposado, sin cuidado ni fatiga de exercitar las armas se vienen a olvidar y cobrar pereza y cobardía». Tal y como aclara Martín de Eguíluz, contemporáneo a los hechos, en su obra Milicia, Discurso y Regla Militar, la vida en estos alojamientos militares presentaba pocas dificultares logísticas en comparación con otras situaciones, pues todo podía estar previsto.

La vida de los soldados en estos presidios estaba marcada por las guardias. Todas las mañanas, dos o más arcabuceros salían para reconocer el terreno y controlar la presencia de enemigos. Si todo estaba en calma, pegaban uno o dos arcabuzazos; si el peligro acechaba, hacían múltiples disparos que advertían a la guarnición. Había un especial cuidado en la apertura y cierre de puertas y estaba prohibido salir o entrar durante la noche.

Un cuerpo de guardia (1640-1650), por David Teniers. En primer plano aparecen numerosos elementos militares y al fondo de la escena descansan unos soldados. Foto: Museo Nacional del Prado.

Una de las actividades más importantes dentro de la guardia era hacer ronda, llevada a cabo por un conjunto de soldados, liderados siempre por un oficial. Estas rondas solían pasar por los cementerios de las iglesias, el ayuntamiento de la localidad, palacios principales, etc. Su misión fundamental era descubrir cualquier levantamiento, enfrentamiento o ataque enemigo. También había soldados en el cuerpo de guardia, espacio de reunión que mantenía el fuego constante para que, en caso de necesidad, fuera usado para prender los arcabuces y mosquetes.

Por último, había hombres en las postas, lugares estratégicamente situados en las puertas o lugares delicados, cuyas zonas más elevadas eran protegidas por los arcabuceros y mosqueteros que podían hacer uso de sus armas. Los soldados estaban obligados a hacer guardia cada tres días, más o menos.

Soldados — arcabucero y piquero— de la dinastía de los Austrias de ronda. Ilustración de José Rubio de Villegas (1534). Foto: Album.

Además de estas guardias, también hacían otro tipo de prácticas con el fin de evitar la ociosidad. No existía un modelo de aprendizaje regular que enseñara a los bisoños de una manera reglada el arte de las armas. Sin embargo, cada ocho o diez días, en los presidios, había lugar para la instrucción. Los ejercicios eran liderados por el capitán, que ordenaba tareas como saltar, correr o tirar al blanco. Pero, por encima de todo, el aprendizaje fundamental consistía en moverse en las distintas formaciones de combate y reconocer los toques de los tambores y pífanos que marcaban el orden de la batalla.

No toda la vida del soldado en los presidios orbitaba en torno al trabajo y la guerra, sino que también había tiempo para la ociosidad. Las celebraciones por una victoria militar se reproducían en muy diversos lugares. Los saraos, torneos o procesiones formaban también parte del día a día. Por ejemplo, en 1589, los hombres del Tercio de Manrique construyeron un castillo de tramoya en la ciudad de Malinas, donde se celebró una fiesta muy similar a los moros y cristianos con la representación de una mezcla heterogénea de soldados.

El paso por mancebías, el juego, los duelos y los vicios de todo tipo, causaron verdaderos estragos en las haciendas y las vidas de miles de soldados que, con frecuencia, se jugaban sus pocos escudos a las cartas.

Los sitios, forma elemental de la guerra en la Edad Moderna

Llegado el momento, esta vida podía saltar por los aires por el ataque de un ejército enemigo. Los sitios fueron los grandes protagonistas de la Edad Moderna y tuvieron como consecuencia el aumento en el tiempo de las operaciones militares. Estos sitios se podían prolongar durante meses o años, como ocurrió en el caso de Ostende (1601-1604), sin un resultado claro. No ganaba el que más victorias conseguía, sino el que obtenía las mejores plazas estratégicas.

Recreación del sitio de Ostende por Pieter Snayers. Fue un asedio de más de tres años en el que los tercios españoles cercaron y conquistaron la ciudad belga. Foto: ASC.

Todo comenzaba cuando llegaba la noticia de que un ejército se predisponía a marchar sobre la plaza. La primera decisión que el castellano tomaba era enviar a los trabajadores y campesinos a recoger toda la cosecha, agua, aperos, municiones y todo tipo de vituallas que les fueran posibles. Además, se llamaba al socorro a otras unidades del ejército situadas en otras plazas o lugares. Así, población y soldados se preparaban para una resistencia obstinada. Ser la plaza asediada suponía encarnar el valor de la resistencia, a la espera del auxilio que rompiera el cerco.

El hambre era uno de los grandes problemas al que se enfrentaban los soldados cuando eran asediados, motivo por el cual la resistencia estaba marcada por el socorro solicitado. Una vez que el ejército sitiador comenzaba a cañonear la plaza, los precios subían y solo bastaban unos días para acabar con las vituallas disponibles. Para continuar con la resistencia, las autoridades confiscaban el trigo que permanecía en manos privadas y lo guardaban en unos depósitos comunales. Las incursiones, los bombardeos y las escaramuzas eran la rutina diaria. Con una situación tan crítica, las procesiones religiosas, plegarias públicas y letanías se manifestaban entre la población. Por ejemplo, en 1585, mientras el Tercio de Francisco de Bobadilla se encontraba en una situación extrema en Empel, la población cercana de Bolduque le dedicaba ruegos y plegarias con el fin de resistir a los ataques de los rebeldes holandeses.

Cuando la artillería enemiga reducía a escombros una casa, esta se derribaba y sus elementos eran usados para la defensa y la leña para calentarse. Las bestias y animales de carga eran engullidos ante la falta de provisiones y el hedor de los cadáveres aumentaba con el paso de los días. En esta situación tan extrema, podía llegar un ejército de socorro que entraba a la plaza como salvador o, por el contrario, también era posible que la plaza acabara por rendirse.

Había una situación intermedia, que se planteaba cuando el ejército que estaba sitiando la plaza no tenía los medios suficientes y se extendían sobre su campamento enfermedades contagiosas que multiplicaban las bajas, lo que implicaba un levantamiento del cerco. Además, la plaza fortificada sufría asaltos constantes y continuos que trataban de repeler mediante una suerte de ingenios como eran las ollas de fuego: una mezcla de pólvora, pez, resina y aceite de linaza. Había además dardos explosivos que abrasaban a los asaltantes o barriles llenos de pólvora y balas que acababan de una sentada con múltiples atacantes. Por último, se aprovechaba cualquier despiste del ejército sitiador y se lanzaban ataques por sorpresa saliendo de la guarnición.

Detalle de un grabado de Frans Hogenberg del asedio de Doullens en 1595 (Rijksmuseum, Ámsterdam). Foto: ASC.

El pan de cada día, la alimentación de los soldados

Que no falte en el ejército jamás pan, vino y carne salada, y queso, aceite, vinagre, que carne fresca se comerá donde pudiera». Esta fantástica frase de Martín de Eguíluz en su Milicia, Discurso y Regla Militar nos refleja a la perfección la parte alimentaria de la vida del soldado.

La alimentación del soldado de los tercios estaba marcada por el espacio y situación en el que se encontraba. Si los hombres se esparcían por las casas de los civiles, participaban de la gastronomía propia del Siglo de Oro, mientras que, si se encontraban en campaña, guarnición o en galeras, esta alimentación va a estar mucho más supeditada a los medios que disponía la Monarquía Hispánica y la capacidad de entregar los bienes a la soldadesca. En efecto, los proveedores del ejército solían entregar una serie de víveres mínimos como eran el pan o bizcocho, agua especialmente en el norte de África, vino o, en ocasiones también, carne fresca, cuyo coste se descontaba de la paga del soldado.

En la campaña terrestre se suministraba únicamente el pan y, si sobraba, para evitar una escasez posterior, se convertía en bizcocho cociéndolo una segunda vez. Como había vivanderos acompañando a los soldados en campaña, estos suministraban otro tipo de productos, tales como carne fresca o en salazón, pescado, verduras, vino o legumbres. Especialmente en las trincheras se entregaban pan, queso y vino, productos ya preparados que se podían consumir de forma rápida, sin cocinar. Como decíamos, la intervención de la Corona fue superior en las zonas del norte de África con los presidios repletos de soldados. Encontramos en el Archivo General de Simancas múltiples relaciones de botas de agua, carne fresca, vino o legumbres, que se enviaban desde la península o el sur de Italia para estas regiones ante la falta de agua que había en ellas y la aridez extrema en algunas de sus partes.

La alimentación de los soldados de presidio estaba basada en las provisiones que se compraban para su sustento y que eran entregadas por la Corona, y al igual que en los ejércitos de campaña, se sumaba a lo que el soldado compraba con sus propios medios en las tiendas locales. Las provisiones en las fortalezas se guardaban en unos almacenes habilitados para este fin y el municionero era el responsable de ello.

Cuando los soldados se embarcaban, al no contar con el sistema de vivanderos, la Corona tenía la obligación de aprovisionar las embarcaciones con las vituallas suficientes. La dieta era especialmente monótona y en los primeros días de viaje se consumían los productos que más tendían a la putrefacción. Se solía comer carne, habitualmente en salazón, dos veces a la semana —especialmente importante era el tocino—, y los cinco días restantes eran dedicados al pescado, legumbres o arroz. Además, un producto muy importante era el queso, que tenía la gran ventaja que no se necesitaba cocinar, por lo que era muy cómodo sobre todo en momentos delicados. Las deficiencias de la dieta eran evidentes y el vino aportaba la cantidad calórica necesaria para subsistir. Era un alimento, más que una bebida. Por ejemplo, en las naves que combatieron en Lepanto, se calcularon raciones de libra y media de bizcocho, medio azumbre de vino y una libra de vaca. Como complementos estaban el queso, sardinas, arroz y habas.

La batalla de Lepanto, obra del siglo xvii de artista anónimo. Staatliche Museen, Berlín. Foto: Getty.

Por tanto, la dieta básica del soldado se componía de bizcocho que se complementaba especialmente con el queso y otras veces con legumbres como lentejas o habas, arroz, además de pescados como las sardinas o carne, especialmente en salazón, como el tocino, elemento indispensable en toda cocina del siglo XVI. Una dienta monótona y deficiente que atrajo enfermedades, también ocasionadas por la corrupción del agua y el mal estado de los alimentos, sobre todo aquellos cuyo estado de conservación era más difícil de controlar.

También al ataque

No era menos dura la vida para el que atacaba la plaza. Para el soldado de los tercios, los asedios eran muy arduos. El paso previo consistía en situar el campamento en lugares idóneos para asaltar la plaza, controlar el espacio circundante y defenderse de un posible socorro. Además, se buscaba tener unos servicios básicos para subsistir. En el caso de Flandes, se tenía en cuenta el enorme entramado de diques y compuertas que contenían el agua. Un buen ejemplo ocurrió el 4 de octubre de 1574, cuando los rebeldes rompieron los diques del Mosa para inundar la comarca de Leiden, cuya ciudad sitiaba el ejército de Flandes. Ante la extrema subida del nivel del agua, los hombres del rey católico tuvieron que retirarse.

Aparte de la predisposición del ejército, se acumulaban las vituallas de muy distinta clase para subsistir el mayor tiempo posible. Había que reunir a los soldados, contratar trabajadores para cavar, posicionar la artillería frente a la plaza enemiga, alojar a los soldados, alimentar a las tropas, entregar municiones y pagar, cuando era posible, a los hombres. Todo esto implicaba un esfuerzo logístico de magna consideración.

A continuación, una vez se había colocado la artillería en los lugares más débiles de la plaza, se abría una red de trincheras por la que circular entre el campamento y el dispositivo ofensivo. Estas trincheras, que se cavaban en forma de zigzag y tenían al menos 1,60 metros de altura y 3,20 metros de ancho. Estas dimensiones estaban preparadas para que entrase una fila de tres hombres.

Entonces, los soldados se metían en las trincheras para asestar golpes, hacer guardia y vigilar las operaciones de los sitiados. Las guardias se cambiaban cada noche bajo las órdenes del sargento mayor, que era el encargado del dispositivo y de verificar las necesidades de los hombres en todo momento. Aislar totalmente a la plaza era un requisito indispensable.

Uniforme de la Guardia de alabarderos de los Reyes Católicos. Grabado de 1851. Foto: Album.

Una de las acciones más importantes para acabar con una plaza era la construcción de minas que servían para romper la muralla y abrir la entrada del ejército sitiador. En estas galerías introducían barriles de pólvora que estallaban creando un caos en la fortificación. Por su parte, los sitiados ejercían unas prácticas similares llevando a cabo contraminas que acabasen con el campamento enemigo.

Durante el asedio se lanzaban diversos ataques «de diversión» para causar confusión en la fortificación. Los ruidos y los movimientos de tropas podían hacerles pensar que se aproximaba el asalto y se creaba entonces un clima de tensión. Los sitiados, por su parte, lanzaban salidas que hostigaban los sitiadores: operaciones rápidas y efectivas que reforzaban su moral y causaban verdaderos estragos en el campamento enemigo. Mientras tanto, las artillerías de uno y otro bando no cesaban de disparar.

El campamento

Cuando el ejército se ponía en marcha hacia el asedio de una plaza o se movilizaba para una campaña, en multitud de ocasiones dormía en campamentos temporales que se construían para tal efecto. En un primer momento, el maestre de campo, el sargento mayor y los furrieles se adelantaban a la tropa en marcha y eran acompañados por ingenieros, un teniente de artillería, un médico y un gastador. Entre todos planteaban el lugar para acampar y lo primero que hacían era reconocer el terreno y juzgar la salubridad del aire y de las aguas más próximas. Otras consideraciones eran la existencia de tierras de pasto para los animales o la facilidad de defender la posición en caso de ataque.

Una vez se elegía el emplazamiento, se delimitaba el perímetro y se procedía a la división del terreno. Los campamentos tenían esencialmente tres partes: la plaza de armas, que era el lugar reunión y de alarma, un lugar para los vivanderos y sus carros de vituallas, que se encargaban de proveer de bienes al ejército y, por último, un espacio para las tiendas de los soldados y oficiales.

Estructura de un campamento de los tercios. Ilustración de Política y mecánica militar (1669), obra de Francisco Dávila Orejón. Foto: ASC.

En los campamentos, el soldado no solo convivía con sus camaradas esperando la orden para marchar o combatir, sino que pasaba largas horas en las tiendas de los vivanderos que les dispensaban bebida, comida y productos manufacturados. Además, el juego estaba muy presente. De hecho, las mesas de juego estaban instaladas, de forma habitual, en los cuerpos de guardia y solo se permitía a los soldados jugar entre ellos, sin mezclarse con la población civil. A fin de cuentas, se buscaba evitar los conflictos y que los militares no perdieran sus bienes. El juego solo se podía practicar en un determinado horario y lo que más se usaba eran dados, tabas y naipes.

Con todo organizado, se dictaban una serie de normas de seguridad e higiene. Había un lugar para las letrinas, normalmente alejadas del campamento y señalizadas mediante un mojón. Existía un especial cuidado en que los caballos y otros animales muertos fueran enterrados, para así evitar la corrupción del aire.

La estancia en estos campamentos podía prolongarse de forma indeterminada. La vida en ellos se basaba en que unos pocos hombres hacían guardia, mientras que el resto descansaba en sus tiendas, preparaba el rancho o pasaba largas horas en las tiendas de los vivanderos. Todo ello hasta que una noche se emitía un bando que notificaba la la marcha del día siguiente o que iba a comenzar el asedio. Entonces, los soldados se ponían en movimiento.

Al asalto

Con el paso de los días, si la fortificación era capaz de resistir la falta de provisiones, se planteaba la posibilidad del asalto, la situación más extrema dentro de un asedio. Era una operación tremendamente sangrienta. Para llevarlo a cabo, los zapadores se ocupaban del foso, sobre el que debatían si tenía que estar inundado de agua o por el contrario vacío.

Recreación del saqueo de Amberes, el 4 de noviembre de 1576, por los Tercios españoles durante el reinado de Felipe II. Facsímil coloreado de un grabado en cobre de F. Hogenberg. Foto: Album.

Una vez se había preparado el asalto, los hombres se situaban. Los primeros en la contienda eran los piqueros, normalmente coseletes, que eran protegidos por el fuego de los arcabuceros que disparaban desde los parapetos. Además, en el campamento había hombres preparados para hacer frente a cualquier contraofensiva, puesto que no siempre se lograba pasar por la brecha abierta.

El asedio podía concluir de dos formas: los sitiadores resistían o eran auxiliados, o los atacantes conseguían entrar en la ciudad por la fuerza o por la rendición enemiga. Esta última opción no era del gusto de los soldados, pues normalmente frenaba el saqueo. Por el contrario, si la plaza se tomaba por las armas, el saqueo era el colofón al enfrentamiento. Una práctica perfectamente regulada pero que arrojaba todos los males de la guerra a la población civil. El botín servía a los soldados para obtener los ingresos necesarios para su supervivencia y, en algún caso muy puntual, para enriquecerse. No olvidemos que los soldados de los tercios vivieron una escasez endémica de sus pagas, que recibían con cuentagotas, y que tuvo como consecuencia el estallido de los motines.

Tiziano imagina el conato de rebelión de las tropas españolas acuarteladas en Milán en 1537, que reclamaban su sueldo. Foto: ASC.

En definitiva, estas eran algunas de las situaciones a las que hacía frente el soldado de los tercios que, fuera de casa, tenía en sus camaradas un apoyo imprescindible para combatir el mal de la necesidad y en sus oficiales una figura paternalista que no solo servía como modelo a seguir, sino como elemento indispensable que controlaba los deseos más desenfrenados de los soldados. La vida del soldado estaba llena de penurias y solo con suerte y en ocasiones muy concretas podía ganarse un trozo de pan y un poquito de honra.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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