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jueves, octubre 3, 2024

La dura vida de los Tercios embarcados en las naves de guerra

Los tercios embarcados soportaron muchos padecimientos en las armadas de guerra de la Monarquía Hispánica en los siglos XVI y XVII, pues no hay que olvidar que pasaban largos meses de cautiverio marítimo y que la navegación se consideraba un negocio desesperado y espantoso. De ahí que las tripulaciones no estuvieran compuestas exclusivamente por personas de alta vocación marinera o militar. Hubo ladrones, aventureros, campesinos que huían de su vida familiar en el campo y hasta condenados por la justicia por bígamos u otros delitos. Especialmente grave fue el retroceso demográfico del siglo XVII, que obligó a los funcionarios reales a ser poco exigentes en el proceso de selección.

La batalla de Lepanto, en octubre de 1571, fue la última gran batalla naval en la que se emplearon galeras. Museo Marítimo Nacional, Londres. Foto: Getty.

¿Por qué se embarcaban? Hay muchas razones: necesidad y pobreza, hambrunas en sus tierras de origen, hacer méritos (en especial los segundones de la nobleza), huir de una sentencia, tener tres comidas diarias, aprender un oficio o una profesión, ascender en la escala social, afán de aventuras, cobrar un sueldo o por inconsciencia y estar ebrios en el momento de la leva. Los sueldos eran bajos, pero como contrapartida había un buen aliciente: el reparto de botín, cargamentos, dinero y rehenes con los que negociar su salvación.

Una vez embarcados, hay que tener en cuenta en la inmensidad del mar una infinidad de factores: la soledad, la dieta alimenticia inadecuada, los problemas propios de la convivencia diaria entre la marinería, los oficiales y los soldados embarcados, la distribución de funciones, la rutina antes de entrar en combate en los largos días de inacción, la separación de la vida familiar, la falta de una precisa atención sanitaria e higiénica, las enfermedades, la suciedad a bordo, el hedor de los fletados, el hacinamiento, las tormentas, el combate, el ruido ensordecedor, el fuego, los estallidos de los cañones, la humareda, el estruendo de la artillería, el miedo, la oscuridad, los naufragios No olvidemos que los barcos eran verdaderas fortalezas flotantes en los que hay que convivir en las condiciones descritas.

Barcos de la Armada española bajo el mando del duque de Medina Sidonia en combate con navíos británicos en julio de 1588. Museo Marítimo Nacional en Greenwich. Foto: Getty.

Las desventuras

Viene a propósito el dicho de los griegos clásicos, «hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que están en la mar». En efecto, las condiciones de la vida en el mar eran duras, muy duras, con independencia de la tipología del buque. En el Mediterráneo predominaba la galera y sus hermanas mayores: la galeaza, la mayor, y la galeota, la más pequeña. Las galeras eran de propulsión rémica, aunque tenía velas triangulares y poco espacio para las piezas de artillería. En el océano Atlántico predominaba el galeón, prototipo naval de alto bordo, propulsión vélica, cañones en las bandas, a popa y a proa, con aparejo de dos o tres velas de 500 a 900 toneladas de arqueo y capacidad artillera de cincuenta u ochenta piezas.

El personal embarcado se componía de los hombres de mando (contramaestre, piloto, capitán…), la gente de cabo, entre los que se encontraba la gente de guerra (gentileshombres, aventureros y los tercios) y la gente de mar, entre los que se hallaban los artilleros y, de menor a mayor categoría, pajes, grumetes y marineros. Por último, estaba la denominada gente de remo o chusma que, a su vez, se clasificaba en voluntarios (buenas boyas), forzosos, forzados o condenados —los galeotes—, bígamos, blasfemos, desertores, vagabundos y, finalmente, los esclavos, la mayoría infieles, cuya labor principal era remar, remar y remar.

Detalle de galeones que podemos ver en el fresco de Niccolò Granello —sobre la expedición de 1580 a las islas Azores— en la Sala de las batallas del monasterio de El Escorial. Foto: Album.

Las desventuras de los embarcados fueron constantes y destacan, entre otras, el espacio en los barcos, la suciedad y la falta de higiene. En cualquiera de los prototipos navales señalados convivían asimismo con animales vivos (gallinas, cerdos, conejos, aves…) que correteaban por cubierta; y lo hacían en unas zonas pequeñas, viviendo y durmiendo en la cubierta, en la bodega, bajo toldillas o al raso, pernoctando sobre esteras o fardos que también les servían como mortajas. Unas estancias reducidas, en las partes más altas de 1,65 m de altura, sin apenas luz, por lo que el recinto se convertía en un lugar de oscuridad casi completa. Los efectos personales de los embarcados debían llevarse en arcas o cofres de madera con ropa de repuesto, platos, mantas… que les servían para comer, sentarse, jugar a las cartas o, incluso, como altar improvisado. Estos se repartían de acuerdo con la categoría del personal.

Por otro lado, nos encontramos con una constante falta de higiene y suciedad a bordo. Durante las jornadas, los hombres pasaban muchos meses embarcados, compartiendo olores nauseabundos causados por el propio hacinamiento y la extrema falta de limpieza personal, pues algunos pasaban varios meses seguidos sin lavarse ni llevar a cabo ningún tipo de aseo. Y es que, en la práctica, el agua dulce no se utilizaba para el cuidado personal. Un bien tan preciado y escaso estaba racionado y, así, lavar la ropa era misión imposible, y solo era posible hacerlo si había escalas. El baldeo o limpieza del barco se hacía con agua de mar y la ropa se lavaba también con agua de mar. Había mucha humedad y vómitos. De hecho, la enfermedad más común fue el mareo. A cambio, los baños de mar resultaban muy difíciles por el propio bamboleo del barco; muchos no se atrevían ya que no sabían nadar y aprovechaban los chaparrones o las tormentas para ducharse. El concepto de entonces era que bañarse era de moros o de afeminados y que no era recomendable quitar la mugre, ya que así no picaban las pulgas, si bien corrían el riesgo de infectarse.

Arriba vemos detalladas ilustraciones de galeas y galeazas de fines del siglo XV y principios del siglo XVI, realizadas por Rafael Monleón en el siglo XIX. Museo Naval, Madrid. Foto: Album.

Alimentación y enfermedades

La dieta alimenticia no era atractiva para subirse a bordo de un navío, pero quizá era mayor en comparación con la vida de miseria que muchos llevaban. Los barcos iban bien aprovisionados, pero las provisiones se pudrían. En general, la alimentación era deficiente y poco variada, con mucha falta de productos frescos. Los animales embarcados como cerdos, ovejas, alguna res, gallinas y aves se acababan enseguida y convivían con los embarcados. También se consumían anchoas, pasas, ciruelas, higos, carne de membrillo. El queso era un componente esencial en las dietas porque se conservaba muy bien y podía ser sustitutivo de la carne y el pescado, pero se endurecía. Existía un desconocimiento total para conservar los alimentos por la larga duración de los viajes. Había mucho consumo de pan: cuando se acababa se comía harina integral de trigo más o menos entera que se cocía dos veces para su mayor resistencia, a la que se añadía levadura: era el llamado «vizcotto o vizcocho» (dos veces cocido), que podía durar hasta dos años, se quedaba muy duro, se le echaba agua o vino para poder comerlo y aun así tenía aporte vitamínico.

Se realizaban tres comidas al día. La primera era el desayuno, con galleta, vino (aporte energético), tocino o pescado. El almuerzo, sobre las 11 de la mañana, venía a continuación, era la comida principal, y estaba compuesta por menestra, arroz en días alternos y carne o pescado seco como anchoa o cazón. La carne se estibaba en tasajos, en tiras secas largas de 4 a 5 cm de espesor. Estas se colocaban en depósitos en salmuera (agua con alta concentración de sal) que luego se escurrían y servía para conservación y curado. Era la única comida caliente del día, con fogones de metal y siempre que el viento o la mar lo permitieran. En la cena se suministraba una ración que era la mitad del almuerzo. Como líquidos se ingería agua, aunque a las dos semanas como mucho se pudría. La cantidad era un litro al día por persona. Aunque también había un litro de vino (tinto, blanco y dulce andaluz) y cerveza, esa especie de fango verdoso que se mareaba en el mar. Además, se usaba vinagre que disfrazaba el mal sabor o mala calidad de los alimentos.

Si alimentarse era difícil, descomer era una epopeya. ¿Cómo lo hacían? Se subían a la borda y utilizaban bacinillas que luego arrojaban al mar. Gritaban aquello de «vista a proa» para que nadie mirara, se agarraban y deponían. Más tarde, a alguien se le ocurrió que era una forma penosa de morir si había mala mar, tormentas y demás, y se puso una especie de letrina en la popa del barco a la que llamaron «jardín» —en Inglaterra lo llamaron gunner store, tienda de artillería, aludiendo a las ventosidades—, una tabla con un agujero que flotaba fuera del barco.

La batalla de Lepanto, obra del siglo xvii de artista anónimo. Staatliche Museen, Berlín. Foto: Getty.

Si hablamos de enfermedades y asistencia sanitaria, nos encontramos con disentería, tifus, fiebre amarilla, cólera, paludismo, sarampión, viruela, infecciones de heridas, mareos, vómitos y septicemias, muy frecuentes por el ambiente insalubre. En el transcurso de un enfrentamiento naval se sucedían más muertes por estos males que por combate. Una típica enfermedad en los barcos fue el escorbuto, el azote de los marinos, por falta de vitamina C al no tomar frutas u hortalizas en mucho tiempo; entre sus síntomas estaban las encías y la lengua hinchada, la palidez, la tumefacción de ojos, el debilitamiento progresivo, las diarreas, los desórdenes renales, las hemorragias y la muerte. Cuando esto sucedía, se envolvía el cadáver en su estera y, con un lastre, se lanzaba al mar y «liaban el petate».

La asistencia sanitaria fue deficiente y escasa, y la suciedad y la humedad la dificultaron aún más. Es cierto que había buque hospital, pero, si se hundía, la asistencia de cada barco era muy escasa: un cirujano por cada mil, que era barbero o sangrador. Hubo numerosos tratados y grabados sobre cómo curar las heridas: las lesiones por cañonazo se trataban mediante amputación y cauterización con metal caliente o aceite hirviendo, sin anestesia, aún por descubrir. En ocasiones se empleaba el opio o el beleño (hierbas) y moras amargas que adormecían al paciente. El problema era la aparición de pus, para lo que se desconocía el tratamiento. Se aplicaban apósitos con grasa animal para cerrar heridas y la maceración de vino y aguardiente, menos dolorosa, pero con más riesgo de supuración y gangrena.

En el caso de las lesiones abiertas por espadas o picas se realizaba el cosido. Las producidas por proyectiles, flechas o balas eran las peores y las más difíciles de sanar, ya que causaban hemorragias internas, astillaban los huesos y producían las infecciones. También se aplicaban los ungüentos de minio (óxido de plomo en polvo), pero no siempre eran eficaces.

Retiro de la Armada Española en mares tormentosos en 1588. Xilografía coloreada a mano, basada en una ilustración del siglo XIX, que recrea la célebre expedición militar marítima. Foto: Album.

Los tercios embarcados vivieron los accidentes propios de la navegación: naufragios, temporales, colisiones, bajíos y bancos de arena, vías de agua, fuego, rotura del aparejo o pérdida del timón. La muerte se producía por naufragio en combate o por ataques piráticos o corsarios, bien por tormentas y mala mar. Otro problema añadido era la existencia de la «broma», un molusco xilófago que carcomía la madera en aguas cálidas. Los incendios fueron frecuentes y podían provocar el estallido de la santa bárbara de los barcos, es decir, el lugar en el que se custodiaba y guardaba la pólvora u otros explosivos. Además, estaban a expensas de la presencia los brulotes, un tipo de embarcación vieja, cargada con materias inflamables y explosivos, que se lanzaba contra los barcos por sorpresa. Y los soldados, al igual que los marineros, rezaban. La religiosidad a bordo se vivió muy intensamente.

Cuando los soldados se licenciaban no tenían una pensión asegurada. No contaban con un sistema de jubilación, ni tenían garantía de cobrar deudas pasadas. Muchos se vieron obligados a vivir de la caridad de sus camaradas, de la misericordia y compasión de algunas instituciones benéficas o religiosas o de su capacidad para reinsertarse a la vida civil. Se les calificaba de «soldados viejos o soldados estropeados», cuyo destino dependía de su salud, el grado de invalidez o discapacidad, su lugar de asentimiento, su edad o la posibilidad de lograr una gratificación real por haber destacado en sus acciones militares. Por eso su recurso a instituciones de caridad, porque sabían que tendrían garantizados su alojamiento y sustento, además de la asistencia sanitaria y religiosa. Otros pululaban por la corte en busca de pensiones o cargos. Los más afortunados regresaban a sus lugares de origen, donde, con suerte, tal vez les esperaba alguien o tuvieran de quién o de qué ocuparse. Es triste pensar que toda una vida dedicada a luchar por su patria y por su rey tuviera un final así.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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