The Queen is dead («la reina ha muerto»). El 8 de septiembre de 2022, apenas dos días después de su primera reunión con la monarca y de su nombramiento oficial como primera ministra, Liz Truss recibía un mensaje en clave del secretario privado de la reina, sir Edward Young: London Bridge is down («el puente de Londres ha caído»). Era la primera parte de una gran coreografía preparada hasta el último detalle y en la que no había espacio para la improvisación. Nada quedaba al azar.
Mediante este código, la primera ministra ponía en marcha el protocolo mejor coordinado de la Historia del Reino Unido, la llamada Operación London Bridge (Operación Puente de Londres) para dar a conocer y gestionar la muerte de la monarca. Sin embargo, al morir la regente en Balmoral, previamente se tuvo que activar un plan alternativo: la Operación Unicornio, que culminaría con un solemne funeral en la abadía de Westminster el lunes 19 de septiembre. A partir de entonces, se sucedieron una cascada de llamadas y la noticia corrió como la pólvora desde el Centro de Respuesta Global del Ministerio de Exteriores, rumbo a los 15 Gobiernos de los países que habían permanecido bajo su regio cetro, y posteriormente a las 36 restantes naciones de la Commonwealth.
Los ministros conocieron simultáneamente el deceso por correo electrónico y tras recibir la notificación, las banderas en la sede del Gobierno estuvieron a media asta.
Luto por la «monarca» global
En medio de la incertidumbre, en un Londres en el que domina el negro, la ciudad se preparó para dar la bienvenida a un nuevo rey, entre el luto y el festejo. En solo tres días, el país tenía otro soberano y una nueva primera ministra en un contexto ensombrecido por la guerra de Ucrania, la crisis energética, las heridas del Brexit y el choque con la UE por Irlanda del Norte.
Al mediodía del viernes 9 de septiembre, las campanas de la abadía de Westminster resonaron al unísono con las de la catedral de San Pablo y otros cientos de iglesias de todo el país en honor a la monarca. El repiqueteo marcaba el inicio oficial de diez días de luto nacional. Durante unos días quedará prohibida la caza. Más tarde, la monarca fue despedida con 96 salvas de cañón, una por cada año de su vida, disparadas simultáneamente desde Hyde Park, la Torre de Londres y varios puntos emblemáticos del país.
En pocas horas, The Mall, la avenida que lleva a la residencia oficial de la soberana, bullía en un hervidero de gente. En el palacio de Buckingham, un empleado vestido de negro se convertía en el centro de las miradas de los visitantes que dejaban ramos de flores y postales con dedicatorias. Cuidadosamente, tratando de no pisar la creciente fila de ramos de rosas, lirios, azaleas o narcisos, el hombre colocó un tablón negro con la nota oficial que certificaba la muerte de Isabel II en el exterior.
Era tal el gentío concentrado alrededor de las verjas de la residencia Real que los intentos de los turistas para leer el documento impreso resultaron en vano. Al mismo tiempo, el sitio web del palacio se oscureció con un fondo sombrío y apareció el mismo aviso: «la Reina ha muerto». La sensación de desconcierto y sorpresa por su repentino fallecimiento flotaba en el ambiente. Un final abrupto.
«¡Nos ha dado fuerza y estabilidad y, mientras los jefes del Gobierno se han ido, ella nunca nos ha abandonado!», exclamaba Theresa a la salida de la boca del metro de St. James Park, secándose las lágrimas con un gorro de la Unión Jack. «Nos acostumbraremos a su hijo pero vamos a echar de menos el saber estar y el sentido del deber de la reina», opina Alice, una veinteañera que ejerce de enfermera en un céntrico hospital.
«Pensábamos que iba a llegar a cumplir cien o más años al igual que su madre», observaba Elliot Smith. «Puede que la haya desgastado llevar el peso de país sobre sus hombros», le responde a Elliot una amiga, Samantha, con una tímida sonrisa.
Atendiendo a encuestas británicas, Isabel II era la persona que más aparecía en los sueños de los británicos cuando dormían; los encuestados manifestaban haber salvado a la reina ante una situación peligrosa en sus ensoñaciones, en palabras de Boris Johnson, «quizás porque siempre ha estado presente» o «porque ahora estamos comprendiendo en su muerte la magnitud de lo que hizo por nosotros».
La descripción más cariñosa, y probablemente la más cercana al sentimiento y percepción general que tienen muchos británicos ante la pérdida de su reina, la realiza el profesor de Política e Historia Ben Pimlott, posiblemente el autor de la biografía más neutral y realista sobre Isabel II que exista: «Siempre fue una niña pequeña en un palacio enorme, con su nariz aplastada contra el cristal de la ventana. Le gustaba pensar, y quizá acertó, que muchos de sus súbditos veían en ella a alguien muy parecido a ellos: prosaica, nada pretenciosa, la clase de persona que, en palabras de uno de sus admiradores, recorre la casa para ir apagando las luces que los niños se dejaron encendidas».
Una reina televisiva
Según los expertos, la BBC fue preparando durante la tarde de ese mismo jueves a los británicos para comunicarles la triste noticia del fallecimiento de Isabel II, algo que ya habían ensayado en anteriores ocasiones internamente en la cadena. Poco después de la una del mediodía, ya habían interrumpido su programación habitual para dar a conocer un comunicado urgente emitido desde el palacio de Buckingham. Había estallado la bomba mediática.
Con la lluvia cayendo sobre los tejados incesantemente, a las 19:30 (hora española), el periodista Huw Edwards anunciaba la defunción de Isabel II vestido de luto y con mucho pesar: «Hace unos momentos, el Palacio de Buckingham ha anunciado la muerte de Su Majestad, la reina Isabel II, a los 96 años». Acto seguido empezó a sonar el himno nacional y, en señal de respeto, quedaron suspendidos todos los programas cómicos.
Funeral de estado
El día elegido para que los británicos se despidieran de su monarca fue el 19 de septiembre, diez días después de su muerte. El funeral se llevó a cabo a las 11:00 hora local (12:00 en España) en la abadía de Westminster, iglesia en la que fue coronada en 1953 y en la que la se casó con el príncipe Felipe de Edimburgo en 1947.
Siguiendo el protocolo, se declaró festivo (bank holiday, en inglés) y el Departamento de Educación y las administraciones competentes suspendieron la actividad escolar.
De acuerdo con el plan trazado, antes del amanecer fueron extraídas y limpiadas las joyas reales del ataúd y a las nueve de la mañana hicieron sonar el majestuoso Big Ben para anunciar el funeral de Estado por la reina, que acogió a 2.000 invitados entre jefes de Estado, primeros ministros y otros miembros de la realeza europea, así como famosos británicos que asistieron al sepelio.
En señal de cortesía, fue el mismísimo Carlos III en persona el que se encargó de dar la bienvenida a las familias reales extranjeras. Acompañado por doña Letizia, don Felipe VI encabezaba la delegación española en condición de jefe de Estado acompañados por el ministro de Asuntos Exteriores, UE y Cooperación, José Manuel Albares.
Desde el primer momento, dados los fuertes lazos sanguíneos entre ambas familias, no se descartó que acudiese la reina Sofía, y aunque en un principio la presencia del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, parecía posible, declinó viajar a Londres subrayando que el rey y el jefe de Gobierno nunca viajan juntos salvo en caso de las Cumbres Iberoamericanas.
Entre los asistentes se hizo notable la presencia del rey Juan Carlos, quien desoyó el consejo del Gobierno y al propio rey. Desde su partida a Abu Dabi, en agosto de 2020, era la primera ocasión en la que aparecía en un mismo escenario con su hijo, Felipe VI. La presencia del emérito no se decidió hasta el último momento y, aunque los miembros de las casas reales de Holanda, Bélgica, Suecia y Noruega se sentaron junto a los jefes de Estado, el anterior rey de España y su esposa estuvieron con los familiares dado el estrecho parentesco entre ambas familias.
No hay que olvidar que los padres de Felipe VI, don Juan Carlos y doña Sofía, son tataranietos de la reina Victoria de Inglaterra, como lo eran Isabel II y su marido.
A pesar de que sus antecesores no fueron al entierro de Jorge VI ni de Churchill, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, fue el primero en confirmar la asistencia al funeral nada más conocer su muerte, y afirmó que la recordaría como una «gran dama».
Le acompañaron otros líderes mundiales como Bolsonaro, el presidente de Brasil; el emperador japonés, Akihito; el presidente de la República alemana, Steinmeier; el presidente francés, Macron, o el presidente de Corea del Sur, Yoon Suk Yeol.
Debido a la actual coyuntura política, hubo ausencias notorias. El presidente de Rusia, Vladímir Putin, y el de China, Xi Jinping, no acudieron al funeral, aunque expresaron su sentido pésame ante su muerte enviando sendos telegramas.
El mandatario mandarín manifestó la «gran importancia» que Isabel II tenía en el desarrollo de las relaciones entre los países y expresó sus deseos de «promover un desarrollo sano y estable de los lazos bilaterales, en beneficio de ambos países y sus pueblos» al nuevo monarca. Por su parte, su homólogo ruso recordó que «los acontecimientos más importantes de la historia reciente de Reino Unido están ligados al nombre de su majestad». En África, donde lo británico cala por su pasado colonial, también hubo frases de cariño de numerosos dirigentes de Kenia, Sudáfrica, etc.
Por otro lado, tras la invasión de Ucrania por el Kremlin, a pesar de las condolencias enviadas, Bielorrusia y Rusia fueron excluidas. También fueron ignoradas por los organizadores Birmania, excolonia británica, y Corea del Norte, siempre al margen de las relaciones internacionales.
Argentina, en disputa continua permanente con el Reino Unido por el dominio de las islas Maldivas, envió a su embajador en Londres, Javier Esteban Figueroa.
Los invitados aguardaban mientras los parientes más cercanos llegaban a pie. Presidiendo la procesión, el féretro fue trasportado por un carro de combate de la Armada.
Se guardaron dos minutos de un silencio sepulcral durante las pompas fúnebres, un homenaje que se reprodujo a lo largo de todo el país y que llegó hasta Canadá, que declaró día de luto nacional el día del funeral de Estado de Isabel II.
Londres se quedó sin flores
Al morir la princesa Diana en 1997, el pueblo británico depositó 60 millones de flores para homenajearla, una colorida y olorosa marea de flores que sepultó Kensington Palace durante 10 días. La Asociación Británica de Floristas confirmó que con la muerte de la reina la «demanda aumentó» y que las ventas superaron las de la muerte de Diana.
El sketch de la reina con el famoso oso Paddington fue uno de los platos estrella de la fiesta del Jubileo de Platino celebrada en junio: mostraba a la reina y al famoso osezno tomando el té y compartiendo un sándwich de mermelada. Muchos británicos quisieron recordar el icónico momento y, en vez de flores, dejaron bolsas de sándwiches y osos de peluche en el exterior de las residencias reales repartidas en todo el país. Era tal la cantidad de osos y de sándwiches amontonados fuera de los palacios que las autoridades tuvieron que suplicar a la población que se limitasen a dejar únicamente flores.
Descanso final
Después del servicio, cerrando las exequias, los restos mortales fueron llevados a Hyde Park ante la mirada de los súbditos que intentaban seguir el desfile ceremonial a codazos en las calles.
Tal y como indicó el diario The Times, el ataúd de Isabel II frente al que desfilaron cientos de miles de personas de todo el país, fue fabricado en roble inglés hace más de 30 años y está revestido de plomo, idéntico al de su marido, el príncipe Felipe.
La reina partió de Londres hasta el castillo de Windsor por última vez, donde se llevó a cabo un entierro televisado en un anexo de la capilla de San Jorge, la de su padre Jorge VI. Yace próxima a sus progenitores, su marido y su hermana Margarita, a la que estaba muy unida. Las asas de latón de la caja mortuoria señalan que el de la reina no es un ataúd cualquiera. Está diseñado específicamente para uso real, al igual que su tapa, que soporta el peso de las insignias de la monarquía británica.
Descuidos reales
Desde la muerte de su madre, Carlos III ha estado en el ojo de la polémica al protagonizar momentos incómodos.
El día de su proclamación, el mundo entero fue testigo de cómo, visiblemente enfadado, pidió a uno de los ayudantes de cámara que le retirase uno de los tinteros de la mesa para poder rubricar el juramento. Algo parecido sucedía en el castillo de Hillsborough días después, cuando se disponía a dejar su firma en las páginas del libro de visitas: Carlos III se confundió al dejar plasmada la fecha y al hacer un garabato sobre la hoja, se manchó de tinta la mano. Cabreado, se quejó y lanzó un «¡Odio esto!», visiblemente indignado.
Ya se le ha tachado de «clasista» y se le ha comparado con la fallecida: «Isabel II nunca hubiese dado ese trato a sus empleados. No hubiese tenido esas malas formas ni siquiera cuando se vio obligada a gobernar después de la pérdida repentina de su padre», se ha comentado en Twitter.
Historia viva
A modo de homenaje, el príncipe Enrique se refirió a su abuela como su «brújula» y el príncipe Guillermo le agradeció haber estado a su lado en los días más tristes de su vida. «Mi abuela decía que el dolor es el precio que pagamos por el amor. Toda la tristeza que sentiremos en las próximas semanas será testimonio del amor que todos sentimos por nuestra extraordinaria reina», afirmó el príncipe antes de prometer honrarla sirviendo a su padre.
Isabel II de Inglaterra ha sido testigo privilegiado del siglo XX. En sus 70 años de reinado, estrechó la mano a 14 presidentes de Estados Unidos y, como gobernadora suprema de la Iglesia anglicana, compartió reflexiones con 7 papas, observó acontecimientos como el asesinato de John F. Kennedy, a quien llegó a conocer en Buckingham en 1961, o la llegada del hombre a la Luna. Vivió la caída del muro de Berlín, el posterior colapso de la URSS y fue una observadora incómoda de la descolonización de su Imperio.
«Soy el último bastión de las normas», dijo una vez. Así explicaba su papel y su vida. Su trabajo consistía en ser la mejor de Gran Bretaña. Esa fue su labor.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.