P
odemos afirmar, sin exagerar, que la cuenca donde se encuentra el valle de México, uno de las cuatro que aloja un complejo sistema montañoso, era un paraíso. Los otros son Cuautitlán, Apan y Pachuca, separados por montañas y sierras que los dividen y que nunca cierran los valles por completo.
Según los especialistas, comenzó a formarse en el Eoceno, cuando el territorio que ahora llamamos México emergió del mar y se inició un vigoroso proceso volcánico y tectónico. Este habría de conformar al paso de las siglos la prodigiosa cuenca que se alimentaba por el agua de 45 ríos, 14 de ellos perennes, que bajaban de las sierras que la rodeaban. Aunado a múltiples manantiales y la abundante agua de lluvia dieron lugar a cinco lagos: Texcoco, Xochimilco, Chalco, Zumpango y Xaltocan.
Así se crearon las condiciones ideales para el desarrollo de toda clase de vida animal y vegetal. Se estima que los primeros seres humanos llegaron a la cuenca alrededor del año 6000 aC. Se trataba de poblaciones seminómadas que subsistían fundamentalmente de los recursos que les ofrecían los lagos y bosques que los rodeaban, ya que todavía no se había implantado la agricultura.
La vegetación de tulares, junquillos, espadañas y otras plantas de lagunas bajas eran refugio seguro para aves migratorias y permanentes, al tiempo que en las aguas convivían peces de distintas especies, ranas, ajolotes, víboras, tortugas e insectos. En las regiones montañosas había bosques con decenas de especies animales y la abundante flora incluía variedades comestibles, entre las que se pueden destacar una amplia gama de hongos.
A partir de la Conquista comenzó un proceso de destrucción de esta riqueza, que continúa hasta nuestros días. Desde el siglo XVI se buscó la manera de sacar el agua de los lagos y continuó de forma imparable hasta el siglo XX. Lo poquito que queda en la zona chinampera se extingue por el abandono de las autoridades y la indolencia de la sociedad.
Los ríos que alimentaban los lagos en su mayoría se extinguieron y los que sobreviven se entuban con las aguas negras y se sacan de la ciudad. Ahora estamos pagando el precio de lo que podemos calificar –parafraseando a Gabriel García Márquez– una muerte anunciada; hace décadas que se conoce el problema del desabasto de agua en la Ciudad de México.
Recuerdo que hace años se anunció el diseño de un sistema para detectar con precisión las fugas de la red hidráulica, para así arreglarlas. Ellas son la causa de que se pierda alrededor de 42 por ciento del agua potable que llega a la capital, pero ¿qué se hizo?
Hace tres lustros el notable arquitecto urbanista Jorge Legorreta, quien toda su vida –la cual terminó de forma prematura– estudió el problema, hizo innumerables denuncias y propuso soluciones.
En un libro fundamental: Ríos, lagos y manantiales del valle de México, editado por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), la Secretaría del Medio Ambiente y el gobierno del DF, nos lleva por todos los ríos, la mayoría ahora convertidos en avenidas: Churubusco, Consulado Circuito Interior, La Piedad Viaducto Miguel Alemán, Mixcoac, Becerra, Tacubaya, San Joaquín, Barranca del Muerto y Miramontes.
El agua que alimenta los drenajes que corren en las entrañas de estas vías nace limpia y es perfectamente aprovechable. De los 45 ríos, 12 son perennes, o sea que conducen agua las 24 horas los 365 días del año. A esto hay que agregar el líquido que brota imparable de tres manantiales: Fuentes Brotantes, Santa Fe y Peña Pobre, que tienen el mismo desgraciado final: el drenaje. También habla de las presas y los pocos lagos que milagrosamente sobreviven.
Decía Legorreta: Las nefastas consecuencias ya las padecemos: inundaciones, colonias enteras sin agua potable y contaminación. Esto es el preludio de una catástrofe si no se toman las medidas necesarias de inmediato
.
Obviamente no se hicieron; en los dos últimos capítulos Hacía nuevos caminos y paradigmas hidráulicos
y Las propuestas de restauración
, propone soluciones factibles, apoyadas por muchas investigaciones de especialistas.
Cuando lo comentamos en estas páginas en 2010, mencionamos que es una obra esencial que los gobernantes y legisladores deben tener como libro de cabecera y actuar. Ya no hay pretextos posibles.
Por nuestra parte, los ciudadanos debemos tomar conciencia de la gravedad del problema y utilizar el agua con extremo cuidado; si no se toman medidas intensas, un día cercano hasta las pipas se van a acabar.
Hoy les debo el ambigú, no estoy de ánimo.