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viernes, noviembre 22, 2024

¿Conocías esta batalla naval de la Guerra Civil española?

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Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

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El 5 de marzo de 1938 pudo haber sido un momento crucial de la Guerra Civil, puesto que fue el día en el que una potente flota republicana zarpó de la base naval de Cartagena para hundir los buques más peligrosos del enemigo en una audaz incursión con torpederos y destructores. El objetivo de esta escuadra, formada por lo mejor que se podía reunir en ese momento, era torpedear a tres temibles cruceros nacionales que estaban fondeados en el Puerto de Palma de Mallorca: el Baleares, el Canarias y el Almirante Cervera. Estas naves, veloces y bien artilladas, amenazaban el tráfico mercante del Mediterráneo, con la ayuda de la incansable aviación italiana y alemana, y parecían imbatibles en alta mar. Pero quizás un ataque sorpresa pudiera cambiar las tornas.

Motín en el acorazado España, por J. Valverde. Foto: Getty.

Paradójicamente, este ataque sorpresa no llegó a producirse porque ambas flotas se encontraron en el mar, por pura casualidad, a 75 millas del Cabo de Palos. El caótico y frenético combate que se desencadenó, en mitad de la noche, causó la pérdida del crucero nacional Baleares y de la vida de 800 de sus ocupantes. Sin embargo, a pesar de este importante éxito, el bando gubernamental no pudo aprovechar la situación ni evitar su derrota final.

Un espejismo peligroso

Al comienzo de la guerra, esta derrota parecía impensable, porque la sublevación había dejado en manos del Gobierno la gran mayoría de los barcos de la marina de guerra. Mientras que los sublevados apenas tenían listos para combatir un crucero ligero y un destructor, aparte de unidades menores, el bando leal tenía a su disposición un acorazado, tres cruceros ligeros, nueve destructores y 12 submarinos, al margen de otras embarcaciones de menor entidad.

Sin embargo, pronto se comprobó que esta ventaja inicial era un espejismo. Mientras que los nacionales recibieron un apoyo muy decidido de Italia y Alemania, con suministros, repuestos, aeronaves, submarinos legionarios «prestados» o incluso con la compra de cuatro destructores y dos sumergibles a Italia, los republicanos obtuvieron una ayuda mucho más tímida de los soviéticos, limitada en lo naval a un puñado de lanchas torpederas y de aviones.

Además, los sublevados contaban con un as en la manga: la puesta en servicio del Canarias y el Baleares, dos cruceros modernos y potentes que se encontraban en construcción en los astilleros de Ferrol cuando se produjo el intento de golpe de Estado. Su armamento era de mayor calibre y alcance que el de los buques rivales y su diseño les permitía alcanzar una elevada velocidad y un amplio rango de acción. Por ello, no solo resultaron idóneos para atacar el tráfico mercante, sino también para disuadir a la flota republicana, que solo se enfrentó a ellos por accidente.

Por otro lado, la situación internacional, en la que las democracias europeas buscaban por todos los medios apaciguar a las emergentes Alemania e Italia, acabó perjudicando a la República. Mientras que el Gobierno legítimo tuvo la necesidad de respetar las normas de conducta impuestas por las democracias, en muchas ocasiones los sublevados se permitieron el lujo de apresar e incluso hundir buques extranjeros, que eran fundamentales para el esfuerzo de guerra de la República, con el apoyo directo de Alemania e Italia.

El sentido de los cruceros pesados Canarias y Baleares

En los años treinta la doctrina naval estaba dominada por los postulados del almirante Mahan quien, con su obra titulada The influence of naval power in history, definió una época en la que las grandes potencias se lanzaron a competir en una carrera de armamentos en el mar: las naciones eran más temibles cuantos más buques tuvieran y cuanto más poderosos fueran estos. En ese momento, estas enormes flotas tenían como finalidad «dominar la flota enemiga, destruir su poder en el mar, cortar sus comunicaciones, secar las fuentes de su riqueza comercial y posibilitar el cierre de sus puertos».

Los encargados de esas misiones eran buques con tonelajes, armamentos y blindajes muy dispares, cuyas capacidades eran incrementadas con el paso de los años a través de innovaciones tecnológicas cada vez más sorprendentes. En esa época, el principal protagonista era el acorazado, un buque lento, fuertemente blindado y armado con cañones con calibres que solían ir de los 280 a los 406 mm. Su papel era vencer en un gran duelo artillero a los barcos del enemigo.

Por otro lado, los cruceros ligeros adquirieron un papel clave en las flotas. Eran buques versátiles, rápidos y con un gran radio de acción. Quizás demasiado débiles para encabezar los combates —su artillería contaba con piezas de 155 a 203 mm—, pero estaban armados con torpedos y eran idóneos para proteger o atacar el tráfico mercante. Por último, los destructores eran los buques más rápidos y pequeños, apropiados para realizar funciones de escolta o para cazar submarinos o torpederos. Su autonomía era muy limitada, pero sus torpedos eran peligrosos hasta para las grandes unidades.

Los buques Canarias y Baleares eran una variante más pesada de los cruceros que apareció en un momento concreto de la historia. Su desarrollo se produjo en medio de una carrera de armamento que llevó a la construcción de decenas de acorazados en los años 20. En ese momento, y con el propósito de evitar una nueva guerra, el Tratado de Washington comenzó a limitar las dimensiones y el número de nuevos buques que se podían construir de cada categoría. De esta forma, se definieron los límites de los cruceros pesados, unas embarcaciones que no podían exceder de las 10.000 toneladas estándar de desplazamiento y cuya artillería estaba limitada a un calibre máximo de 203,21 mm, es decir, ocho pulgadas. Sus características les hacían versátiles y muy eficaces para proteger o atacar el tráfico mercante.

Este es el contexto en el que se ha de entender el proyecto de los dos cruceros españoles Canarias y Baleares. Dicho plan se contrató el 31 de mayo de 1928, con un coste de 189 millones de pesetas y con unas especificaciones exigentes en cuanto a velocidad, 33 nudos, y autonomía, 8000 millas, según recogió el investigador Adolfo Morales en La Marina de Guerra de la Segunda República. El encargo recayó en el británico sir Phillip Watts, que decidió abordarlo partiendo del modelo de los cruceros británicos de la clase Kent. Sus modificaciones se centraron en dotar a los barcos de una quilla más estrecha y una maquinaria más potente para alcanzar mayores velocidades. Además, tenían una peculiar chimenea única, de gran tamaño, y un armamento antiaéreo y de torpedos reforzado, junto al principal de ocho cañones Vickers de ocho pulgadas.

Con el estallido de la Guerra Civil ambos fueron capturados por los nacionales cuando aún estaban sin finalizar y se encontraban en el astillero principal de Ferrol, por lo que pudieron ser usados contra la República con gran eficacia.

La escasez de oficiales condenó a la flota

Pero si hubiera que destacar solo una causa por la cual la flota gubernamental hizo aguas, esta sería su agónica escasez de oficiales. En pocas palabras, muchos de ellos trataron de sublevarse o acabaron asesinados por sus tripulaciones, amotinadas y organizadas en comités revolucionarios. De hecho, según las estimaciones del historiador Ricardo Cerezo en su estudio sobre la estrategia naval de la Guerra Civil, de los 721 oficiales del Cuerpo General de la Armada de la República, 612 fueron baja tras la sublevación. De esos cien que no fueron dados de baja, solo 47 colaboraron con el Gobierno, si bien su desempeño no fue siempre leal o eficaz.

Ilustración de propaganda de Carlos Sáenz de Tejada que representa el motín de marineros republicanos en un acorazado durante la Guerra Civil. Fechado en 1936. Foto: Album.

«La flota republicana no contaba con mandos suficientes», concluyó el historiador Michael Alpert en La Guerra Civil española en el mar, un profundo estudio que analizó el desempeño de las dos armadas en la contienda. «No eran aptos, por su inexperiencia o falta de adhesión, ni para el mando de los buques ni para los órganos de dirección», añadió.

Como es evidente, estas carencias dificultaron tanto que la marina pudiera hacer la guerra de forma eficaz como que pudiera proteger el tráfico marítimo de la República, lo que tuvo fatídicas consecuencias. Según el desglose que el historiador Rafael González Echegaray hizo en La marina mercante y el tráfico mercante en la Guerra Civil, de los 215 cargueros, pesqueros o correos españoles que causaron baja en los tres años de guerra, 19 estaban adscritos a la flota mercante nacional y 196 a la gubernamental.

Un pequeño «Pearl Harbor»

A finales de 1937, la armada sublevada ya era superior a la republicana y las cifras de mercantes perdidos eran espantosas. Con la intención de aliviar la situación, el Gobierno nombró a un nuevo jefe de flota y del Estado Mayor, al Capitán de Corbeta Luis González Ubieta, quien trató de implementar medidas para restaurar la disciplina y la eficacia de la marina de guerra.

Entonces fue cuando, la mañana del 5 de marzo de 1938, la mayor parte de la flota republicana, al mando de González Ubieta, recibió la orden de hacerse a la mar: su objetivo era dar un golpe contra la división de cruceros de operaciones, fondeada en la base naval de Palma de Mallorca y compuesta por el crucero ligero Almirante Cervera y los modernos y poderosos cruceros pesados Canarias y Baleares.

Reproducción de cartel propagandístico de la CNT, por el cartelista Vicente Ballester Marco. Foto: Getty.

La artillería de estos últimos era temible en mar abierto, pero, tal como detallaron los investigadores Jeroni F. Fullana, Eduardo Connolly y Daniel Cota en El crucero Baleares, el plan gubernamental contemplaba llevar a cabo una acción audaz: penetrar en el puerto de Palma con lanchas torpederas rusas, apoyadas por una potente escuadra de destructores y cruceros ligeros. Lo que no pudieran hacer los cañones, lo harían los torpedos.

A las 15:40 del 5 de marzo la flota republicana comenzó a abandonar la base de Cartagena, rumbo a Palma. Sin que el servicio de información gubernamental se percatara, a las 15:00, apenas cuarenta minutos antes, los tres cruceros de la flota nacional se hicieron a la mar, rumbo al este de Formentera, para escoltar un pequeño convoy. Confiando en un informe matinal de reconocimiento aéreo, la escuadra nacional también ignoraba que la flota enemiga había abandonado la base de Cartagena y, por ello, navegaba confiada y sin escolta de destructores. Al mando de la formación y a bordo del crucero Baleares estaba el Contraalmirante Manuel de Vierna.

Manuel Vierna Belando, comandante del crucero Baleares que fue hundido durante la batalla del Cabo de Palos en marzo de 1938. Foto: Album.

Pasadas las 17:36, la flota nacional se encontró con los mercantes Umbe Mendi y Aizkori Mendi, que había de escoltar, y, un poco antes, a las 17:11, el republicano González Ubieta recibió la noticia de que la flotilla de lanchas torpederas soviéticas había vuelto al puerto por el estado de la mar, en ese momento apenas rizada. Consternado y furioso, Ubieta ordenó destituir al jefe de esa formación, pero, a pesar de todo, decidió continuar con la operación. Envió tres destructores a realizar tareas de exploración y prosiguió la travesía con el resto de la fuerza, formada por cinco destructores y dos cruceros ligeros.

Así las cosas, cuando cayó la noche las dos flotas se dirigían a su encuentro sin saberlo, navegando casi con rumbos enfrentados. Los tres cruceros nacionales iban en columna de a uno, con las luces apagadas y encabezados por el Baleares, seguido por el Canarias y cerrando la fila el Almirante Cervera. En cuanto a los republicanos, los cruceros ligeros Libertad, en cabeza, y Méndez Núñez avanzaban flanqueados por dos columnas de destructores: a babor, en este orden, Sánchez Barcáiztegui, Almirante Antequera y Lepanto y a estribor, por orden, Gravina y Lazaga.

«¡Bultos por babor!»

Pasada la medianoche, las serviolas del Baleares dieron la voz de «¡Bultos por babor!», y el buque se convirtió en un hervidero de actividad. «¡Alarma! ¡Todo el mundo a sus puestos!», relató el marinero Sevillano de Agar, servidor de la tercera torre de artillería, con piezas de 203 mm del crucero. Los tripulantes se despertaron y, a medio vestir, fueron a sus puestos. Mientras tanto, a través de las lámparas de señales luminosas codificadas en morse, o SCOTT, el líder de la flota transmitía desde el Baleares la señal JZI, que significaba «zafarrancho de combate».

«En el puente, la actividad era desusada», relató el teniente Manuel Cervera, a bordo del crucero. «La plana mayor se encontraba escudriñando los obscuros horizontes y se exigía a los servicios y aparatos de escucha la mayor agudeza en la percepción de señales». En la oscuridad, los republicanos observaban con sorpresa cómo los cruceros delataban su posición con las señales luminosas.

El crucero Méndez Núñez entra en el canal de Bizerta, el 9 de marzo de 1939. Foto: Album.

Primeros torpedos en el agua

«¡Cargar!», dijo el comandante de la torre 3, a bordo del Baleares, para alimentar los dos cañones de 203 mm. La distancia al enemigo era tan escasa que el riesgo más inmediato era que se produjera un ataque de torpedos. Muchos pensaban que los republicanos no eran especialmente diestros en este tipo de lances, por la falta de buenos oficiales, pero, por si acaso, la formación nacional aumentó su velocidad a 26 nudos, haciendo rugir las entrañas de los cruceros. Lo que los sublevados no sabían, es que, en efecto, uno de los destructores enemigos, el Sánchez Barcáiztegui, ya había lanzado dos torpedos contra el Almirante Cervera.

Los peces metálicos no hicieron presa, por el momento, pero las moles de los cruceros seguían estando bajo el acecho de los destructores gubernamentales. A esas distancias, los grandes buques no se beneficiaban del mayor alcance de sus cañones y eran más vulnerables a los torpedos y al fuego de los cañones de 120 mm de los destructores republicanos de la clase «Churruca». En mitad de esa pausa, el Contraalmirante Vierna le ordenó a Isidro Fontenla, comandante del crucero Baleares, alcanzar los mercantes para protegerlos del enemigo. «Isidro, mete a babor hacia el convoy», ordenó, lacónico, el líder de la flota.

La flota nacional rodeó a su pequeño convoy y se puso a su altura y la republicana cambió dos veces de rumbo antes de virar de vuelta a su base. A fin de cuentas, ya habían descubierto que su enemigo ya no se encontraba en Palma de Mallorca, sino que estaba a apenas unos kilómetros de distancia. Cuesta imaginar la tensión del ambiente en aquellos momentos, cuando las dotaciones seguían en zafarrancho de combate y trataban de encontrar al enemigo en la oscuridad.

Un fatal destello en la oscuridad

Entonces, los acontecimientos se precipitaron. A eso de las 2:05 los nacionales captaron unas comunicaciones en español de la flota republicana. A 45º a proa del Baleares se hizo un avistamiento, por lo que Vierna ordenó lanzar un iluminante, es decir, una bengala suspendida de un paracaídas, para despejar aquella oscuridad y poder hacer fuego sobre el enemigo. Sin embargo, apenas un momento después se detectó el zumbido de una turbina, a 220º del crucero. Apresurándose, el Contraalmirante Vierna ordenó: «¡Disparad el iluminante en esta última demora!». Pero antes de que su orden se hiciera efectiva, el proyectil ya había sido disparado hacia la proa del Baleares, según la primera orientación. «¡Por ahí no! ¡Ya nos hemos descubierto! », exclamó el líder de la flota, según aseguró el teniente Cervera. Pero ya era demasiado tarde.

Francisco Franco, Ramón Serrano Suñer y el almirante Cervera pasan revista las unidades de la marina de guerra (31 de mayo de 1938). Foto: Album.

En vez de revelar la posición de la escuadra republicana, el iluminante recortó con claridad la mole del Baleares. Sorprendidos al principio, los republicanos no desaprovecharon la oportunidad. A eso de las 02:15, el crucero Libertad hizo las primeras salvas contra el Baleares, logrando ahorquillarlo con sus piques y causando diversos daños. Este trató de devolver el fuego, pero poco pudo hacer sin buenas referencias visuales. Mientras tanto, González Ubieta ordenaba a los destructores mejor situados lanzar sus torpedos.

Según los registros, a las 2:14 horas el destructor Sánchez Barcáiztegui lanzó cuatro torpedos sobre el enemigo, para comenzar tres minutos después a hacer fuego de artillería. A las 2:18 el Almirante Antequera hizo lo propio con cinco proyectiles, mientras que el Lepanto puso en el agua tres más. En pocos minutos, un total de 12 torpedos se dirigía hacia el crucero Baleares y las 1.200 personas que viajaban a bordo, mientras su artillería seguía rugiendo, furiosa pero impotente. «La luminosidad era intensa», relató el comandante David Gasca, jefe del destructor Lepanto. «El enemigo no cesaba de tirar y, guiado por los fogonazos de los disparos, apunté al centro del primer buque, lanzándole los tres torpedos del grupo de popa».

Explosión en los pañoles de municiones

A una distancia tan corta, el resultado no tardó en llegar. «Casi en el acto vimos una columna de humo que salió por la chimenea del barco atacado y un globo de fuego que fue aumentando de volumen y que se abrió a gran altura, iluminando todo el espacio. Paralelamente surgieron dos fogonazos, uno a proa y otro a la altura de los pañoles de pólvora», según relató Gasca. Las llamas comenzaron a correr por la cubierta mientras algunos fragmentos arrasados del Baleares caían al agua. «Los buques enemigos, como si les hubiese anonadado lo que acababa de suceder, acallaron su fuego», recordaba el comandante del destructor republicano.

Un número indeterminado de torpedos, probablemente dos y procedentes del Lepanto, impactó contra el costado de babor del Baleares, haciendo detonar los pañoles de municiones y matando en el acto al Contraalmirante Vierna y a todo su Estado Mayor. La explosión fue tan potente que se registró en la costa, a más de 100 km de distancia, y fue detectada por los destructores ingleses HMS Boreas y HMS Kempenfelt, que hacían patrulla a unos 64 km de allí.

«La explosión que en estos instantes se produce es tan tremenda que me hace caer al suelo» narró el marinero Sevillano de Agar, que se encontraba en la torre 3 del crucero. «Casi inmediatamente, el clásico ruido de la sala de máquinas va apagándose y me recuerda un gramófono desmayado al que se le acabara la cuerda. Las luces parpadean unos segundos para apagarse totalmente». El Baleares, herido de muerte, quedó al garete, sin iluminación y con una brecha de 15 metros en el flanco, que le hizo detenerse y comenzar a embarcar agua.

A las 02:19, el comandante del Canarias ordenó virar a estribor rápidamente para no abordar a su buque hermano, ahora detenido. Después de hacer más fuego, el Canarias y el Almirante Cervera cambiaron su rumbo y comenzaron a alejarse, para evitar ser atacados por los destructores y proteger su convoy. Sin que lo supieran, la flota republicana había decidido abandonar su caza, después de haber gastado una buena parte de sus torpedos y por no poder alcanzar a los cruceros, que forzaban sus máquinas.

Salva disparada por los cañones del crucero de la Armada española Canarias. Este navío soportó 283 bombardeos de la aviación republicana, sin ser alcanzado nunca. Foto: Album.

Un escenario desolador

Sobre la cubierta del Baleares, Sevillano de Agar se encontró con un escenario dantesco: «Oigo el gemir de los que sufren, y el crepitar del fuego, y el siniestro silbido del vapor a presión que escapa en hirvientes chorros por los tubos destrozados ». Entre los penachos de llamas, reconoció los rostros de sus compañeros. La mayoría había muerto. La mitad delantera del Baleares estaba reventada y seguían produciéndose explosiones en las entrañas del barco.

Las diez mil toneladas del Baleares comenzaron a escorarse a babor, mientras los supervivientes atendían como podían a los heridos. Un bote salvavidas, cargado en exceso, se descolgó de la borda, matando a muchos de sus ocupantes en la caída. Antes de fallecer, el teniente de navío Sarriá, con las piernas seccionadas, todavía ordenaba a sus artilleros: «¡A sus puestos! ¡A sus puestos!». El buque se escoraba más y más, ante la indiferente mirada de la mar oscura, provocando que heridos y fallecidos cayeran al agua y que los náufragos se debatieran en las aguas empapadas de petróleo, mientras las llamas se extendían hacia la popa. «No hay nada, ni nadie. Solo la noche, pesada y triste, es nuestra compañera», escribió Sevillano de Agar.

Rescate y repercusiones

Pasadas unas tres horas, las luces de los destructores británicos devolvieron la esperanza a los supervivientes. A bordo del Baleares se ordenó formar en la toldilla y algunos de los marineros alzaron el brazo y comenzaron a entonar el Cara al sol, según el relato de varios testigos.

Los dos buques de la Royal Navy se aproximaron para empezar el rescate de los supervivientes, pero no pudieron evitar que muchos náufragos y heridos murieran durante la agónica huida del crucero. Finalmente, a eso de las cinco de la madrugada, picando de proa, con la popa al aire y las hélices al descubierto, el Baleares desapareció para siempre junto a las vidas de 786 personas. A la mañana siguiente, los cruceros nacionales volvieron a la zona para recoger a los supervivientes, poco antes de ser atacados por la aviación republicana.

La pérdida del Baleares tuvo un importante efecto moral en el bando nacional pero las consecuencias no fueron mucho más allá. La flota republicana volvió a acantonarse en la base de Cartagena y no pudo aprovechar el éxito que acababa de lograr. Los sublevados pusieron en servicio un viejo crucero para tratar de suplir la pérdida y en mayo reanudaron sus operaciones en el Mediterráneo. Al margen de alguna escaramuza entre destructores, la marina gubernamental no volvió a realizar ninguna acción de importancia. En la noche del 6 de marzo de 1939, lo que quedaba de la orgullosa marina republicana ingresaba en el puerto de Bizerta, en el Túnez francés. La guerra había acabado en el mar.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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