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viernes, octubre 4, 2024

¿Cómo quedó España tras la sublevación del bando nacional?

Todo comenzó con la desconocida llamada del presidente republicano Martínez Barrio al entonces cabecilla de la rebelión, el general Mola, junto al asalto al cuartel de la Montaña, mientras la insurrección se iba extendiendo por todo el país, convirtiendo lo que iba a ser un rápido golpe de Estado en una larga y cruenta Guerra Civil.

Jóvenes fascistas en Irún tras la captura de la ciudad el 13 de noviembre de 1936. Foto: Getty.

Hay un episodio del comienzo de la Guerra Civil que casi nadie conoce y que se produjo el mismo 18 de julio de 1936. No es un asalto a un cuartel, ni una batalla, ni un asesinato como los del teniente socialista José del Castillo o el del líder monárquico José Calvo Sotelo. Se trata de una llamada a altas horas de la madrugada, el último intento desesperado de pararlo todo por parte del presidente republicano Diego Martínez Barrio. Pero fracasó y España saltó por los aires, sellando su futuro con sangre y fuego.

Ronda de llamadas

Las guarniciones de Marruecos ya se habían sublevado. Franco todavía no se había sumado al golpe y, por lo tanto, no fue a quien tuvo que llamar el presidente, sino al general Emilio Mola, gobernador militar de Pamplona y verdadero «director» de la conspiración. Martínez Barrio había sido nombrado por Manuel Azaña esa misma noche, en sustitución de Santiago Casares Quiroga, con la única misión de intentar librar al país, mediante el diálogo, de aquel horror que se avecinaba.

Inició la ronda de llamadas a las 4 de la madrugada del 18 de julio para convencer a los mandos más indecisos. El primero de ellos fue Miguel Cabanellas, jefe de la V División, que se encontraba en Zaragoza y era masón como él, pero no consiguió que este le garantizara su lealtad. Después lo intentó con Domingo Batet, general de la VI División, que se encontraba en Burgos y era fiel a la República, pero este le comunicó que Mola le había quitado ya la autoridad en la zona.

El general Miguel Cabanellas Ferrer pasa revista a los «Regulares», tropas marroquíes utilizadas por el ejército franquista durante la Guerra Civil (Burgos, agosto de 1936). Foto: Getty.

En las siguientes comunicaciones logró que Martínez Monje, jefe de la III División de Valencia; Martínez Cabrera, gobernador militar de Cartagena; y Luis Castelló, general de Badajoz, le juraran fidelidad absoluta. En ese momento decidió no ponerse en contacto con el coronel Antonio Aranda, gobernador militar de Asturias, ni con el general Francisco Paxot, gobernador militar de Málaga, pues estaba convencido de que ninguno traicionaría a la República. Fue entonces cuando, animado por los pequeños avances, optó por llamar a Mola.

Inició la conversación con el cabecilla así: «General, he sido encargado de formar Gobierno y he aceptado. Al hacerlo me mueve una sola consideración: la de evitar los horrores de la Guerra Civil que ha empezado a desencadenarse. Usted, por su historia y por su posición, puede contribuir a esta tarea». A lo que Mola respondió: «Agradezco mucho las palabras lisonjeras, pero el gobierno que usted tiene el encargo de formar no pasará de intento. Y si llega a constituirse, durará poco y servirá para empeorar la situación».

Tras algunos comentarios, Mola zanjó: «Ya no puedo volver atrás. Estoy a las órdenes de mi general, don Francisco Franco, y me debo a los bravos navarros que se han puesto a mi servicio. Si quisiera hacer otra cosa, me matarían. Claro que no es la muerte lo que me arredra, sino mi convicción. Es tarde, muy tarde». Y antes de colgar el teléfono, el presidente advirtió: «No insisto más. Lamento su conducta que tantos males ha de acarrear a la patria y tan pocos laureles a su fama».

Emilio Mola, el cabecilla (apodado ‘el Director’) del golpe de Estado de 1936. Foto: ASC.

Cuartel de la montaña

La ronda de llamadas duró apenas una hora, tras la cual Martínez Barrio presentó su dimisión y la sublevación siguió su curso en las diferentes provincias. En Madrid, el sábado 18 de julio amaneció con apariencia de normalidad. Los obreros se dirigieron a las fábricas y los comercios abrieron como siempre, pero por la tarde las calles se vaciaron y los miedos aumentaron. ¿Cómo iba a estar el general Queipo de Llano al frente del levantamiento en Sevilla, si nadie dudaba de su republicanismo?

En Canarias la rebelión triunfó sin apenas resistencia y las preocupaciones principales se centraron en Barcelona, por su peso económico y político; en Pamplona, porque allí se encontraba Mola; y en Andalucía, porque era la vía de entrada de las tropas africanistas a la península. Todo transcurría a una velocidad de vértigo. Pronto se tuvo noticias de la lucha en Málaga y del acuartelamiento de las tropas en Sevilla y Cádiz. Se conoció también el asesinato del jefe de la Guardia Civil en Navarra, el comandante José Rodríguez Medel, cuando intentaba contener al general Mola.

Una partida de carlistas entra en Castilblanco (Badajoz) en agosto de 1936. Foto: Getty.

El domingo 19, los madrileños amanecieron con el ruido de los primeros disparos y gritos de «¡Muerte a los cochinos fascistas!». Para evitar el fuego de los francotiradores, las autoridades ordenaron mantener las ventanas abiertas y las luces encendidas, pero entonces se produjo el motín de Joaquín Fanjul en el Cuartel de la Montaña y el foco se desvió allí. El general se había encerrado con dos mil militares y quinientos civiles el sábado al mediodía, a los que se sumaron algunos afiliados a la Falange y simpatizantes monárquicos.

Horas después, Fanjul proclamó el estado de guerra en la capital: «Exhorto a los obreros a que mantengan una actitud patriótica de acatamiento, porque este movimiento tiende a librarlos de la dictadura de los miembros que los rigen y que los están sumiendo en la mayor miseria […]. ¡Tened presente que el Ejército no os abandonará! ¡Viva España!». Fue el pistoletazo de salida para que comenzara el sitio del cuartel por parte de la República, que usó a dos mil guardias, dos batallones de voluntarios, dos regimientos de ferrocarriles y una sección de artillería con el apoyo de la aviación.

Madrid, asegurada por el Gobierno

El ataque al cuartel se diseñó para que los insurgentes creyeran que el Gobierno contaba con más artillería de la que en realidad poseía y colocó ametralladoras en las casas adyacentes. Dentro empezó a hacer mella la desunión, pues no todos los militares acuartelados eran partidarios de la rebelión. De hecho, avanzada la mañana del 19, uno de los tres edificios del cuartel izó la bandera blanca por su cuenta, sin avisar a Fanjul. Los republicanos, sin conocer este hecho, se aproximaron confiados y se produjo la primera carnicería. Eso hizo reaccionar a los dudosos y las banderas blancas se multiplicaron, aunque ya no había nada que hacer. Cientos de voluntarios furiosos se reunieron en las calles cercanas e irrumpieron con ansias de venganza. Se habla de 150 muertos, aunque algunas fuentes han elevado esa cifra hasta los 900.

Después del éxito en el cuartel, la Aviación republicana bombardeó a los rebeldes en Alcalá de Henares y la conquistó. El Gobierno aseguraba Madrid, que era clave para su supervivencia, e iniciaba una nueva etapa de la guerra en la sierra de Guadarrama con el objetivo de frenar el avance rebelde hacia la capital. La insurrección, sin embargo, ya se había extendido a casi toda España. De las 53 guarniciones que integraban las ocho divisiones del Ejército, 44 protagonizaron algún tipo de insurgencia y crearon una fractura tan profunda en el país que el golpe pasó a ser una guerra.

Andalucía

Andalucía fue la tercera región en la que triunfó la sublevación, a pesar de que solo fue protagonizada por unas pocas guarniciones. En este sentido fue crucial la labor de Queipo de Llano en Sevilla y la escasez de tropas leales a la República en muchos pueblos. Prueba de esa escasa oposición al golpe fue el Regimiento de Ingenieros de la capital hispalense, que se negó a secundar el movimiento, pero también a sacar las tropas para combatirlo. Eso no impidió que estos fueran fusilados, ya que los conspiradores no aceptaban la neutralidad por respuesta.

Sevilla se convirtió en una de las bases principales de los sublevados. En la imagen, un cartel en una de sus calles pide fondos para las tropas nacionales (1936). Foto: Getty.

Los soldados de Queipo se hicieron pronto con la Plaza Nueva, el edificio de la Telefónica y el ayuntamiento. El último objetivo fue la sede del Gobierno Civil, en cuyos alrededores se produjo un intenso tiroteo en el que los guardias de asalto fueron derrotados en apenas unos minutos. Como consecuencia de ello detuvieron al gobernador, al comandante de asalto, al jefe de Policía y a los dirigentes del Frente Popular que, poco después, fueron ejecutados.

Antes de caer bajo control rebelde, Radio Sevilla llamó a la resistencia de los obreros y campesinos de los pueblos de alrededor, pero no sirvió de nada. Queipo dio entonces el primero de sus famosos y siniestros discursos por radio, en el que aseguró que el movimiento ya había triunfado en toda España y advirtió: «Los que el lunes no entren al trabajo serán despedidos; los dirigentes de los sindicatos, fusilados si no dan la orden de reanudar el trabajo. El movimiento no va contra la República, sino contra el Gobierno del Frente Popular». El general acabó la intervención con un «¡Viva la República!» para despistar, hasta que aplastó a la resistencia que quedó en el barrio de Triana.

El triunfo del golpe en el resto de Andalucía fue un paseo. Granada fue tomada por el Ejército con la ayuda de los falangistas el 20 de julio. En Huelva se organizó una columna de guardias civiles para marchar hacia Sevilla, mientras los mineros de Riotinto formaron una segunda para ir en auxilio de Triana, pero ninguna logró su objetivo. El Ejército republicano interceptó y eliminó al primer grupo, mientras que el segundo fue aplastado por otro grupo de guardias civiles, en principio afines, que decidieron ponerse a las órdenes de los conspiradores. Jaén fue la única que resistió, ya que los mandos superiores no se comprometieron con la rebelión. Eso hizo que buena parte de la provincia estuviera fuera del control Nacional hasta el final de la guerra.

Tropas nacionales ocupando las minas de Riotinto (Huelva). Foto: Album.

Mola, mientras, arrasó en Navarra con el apoyo de las milicias carlistas. En Pamplona, por ejemplo, donde acababan de terminar los sanfermines, sonó una diana similar a la que daba comienzo a los encierros y muchos jóvenes tradicionalistas salieron a la calle a destruir los símbolos republicanos. A la mañana siguiente, más de 300 dirigentes sindicales fueron detenidos por sorpresa y no hubo manera de organizar una resistencia.

El triunfo rebelde

En Aragón, los sublevados conquistaron rápidamente Huesca y Teruel, donde se desató una represión importante. Jaca fue la única localidad en la que se produjo una importante respuesta civil, pero fue aplastada igualmente.

La siguiente división en levantarse fue la VII, con sede en Valladolid y con el general Andrés Saliquet, exgobernador civil de la dictadura de Primo de Rivera, al frente. Se presentó por sorpresa en el despacho del jefe republicano de la región, el exministro Nicolás Molero, y lo detuvo, además de matar a sus dos ayudantes sin mediar palabra. La Guardia Civil y la de Asalto se unieron de inmediato al levantamiento, al igual que los simpatizantes de Falange, y la débil oposición fue abatida sin dificultad.

Zamora, Salamanca, Ávila, Segovia y Cáceres, que dependían de la misma división, cayeron pronto bajo el control de Saliquet, que liberó a todos los falangistas apresados. En Burgos, el general republicano Domingo Batet estaba solo y hasta su jefe de Estado Mayor, el coronel Fernando Moreno Calderón, le traicionó. Le pidió que se uniera al golpe, pero este se negó y fue fusilado.

El general Domingo Batet fue fusilado tras negarse a secundar el golpe de Estado. Foto: ASC.

Aunque el Gobierno aseguró Madrid el 20 de julio, ese mismo día perdió también Baleares, Vitoria, Toledo y Galicia. En esta última comunidad solo hubo cierta resistencia en Vigo, donde el estado de guerra fue respondido por parte de los trabajadores, que fueron aplastados cinco días después en el cercano municipio de Porriño. En Oviedo, el gobernador militar de Asturias, el coronel Antonio Aranda, protagonizó el último gran engaño de la rebelión, pues tras hablar con Mola por teléfono, concentró a siete compañías de la Guardia Civil de manera clandestina y mantuvo su fachada de lealtad en varias reuniones con las autoridades republicanas mientras sus tropas invadían las calles.

El éxito de la República

Transcurridos cuatro días desde la sublevación en Marruecos, el balance parecía desolador, pero lo cierto es que el triunfo del golpe en casi la mitad de España suponía que había fracasado en la otra mitad. Bajo control republicano quedaron dos grandes extensiones de territorio separadas. Por un lado, una franja estrecha en el norte cantábrico, que iba desde Asturias, excepto Oviedo, hasta el País Vasco. Por otro, una compacta región centro-oriental que se articulaba con el triángulo formado por Madrid, Barcelona y Valencia. Era una zona muy importante, pues incluía Cataluña y el resto de la costa mediterránea hasta Málaga, además de un área interior que iba desde Badajoz hasta Castilla-La Mancha.

La victoria de la República en estas zonas se produjo gracias a la acción robusta y leal de una parte del Ejército y de las fuerzas de seguridad, con el apoyo decisivo de las milicias obreras. Los ejemplos más claros de esto fueron Madrid y Cataluña. En esta última comunidad, el jefe de la IV División, el general Francisco Llano de la Encomienda, y el jefe de la Guardia Civil, el general Jesús Aranguren, resistieron juntos y bien organizados para detener las tímidas tentativas de insurrección que aparecieron el 19 de julio en Barcelona.

Uno de los principales tiroteos se produjo en el edificio de Telefónica, situado en la plaza de Cataluña, que fue ocupado por los rebeldes después de cruzar la ciudad como si fuera suya. Consiguieron ocupar la plaza de España y la plaza de la Universidad, pero en su camino hacia la Consejería de Gobernación, el famoso capitán Luis Varela, alma de la conspiración en esa región, se topó con las barricadas montadas por los militantes de la CNT, que les hicieron huir a toda velocidad. Este resultó herido, apresado y fusilado en el Castillo de Montjuic tras un consejo de guerra.

Milicianos anarquistas de la CNT, la AIT y la FAI en Barcelona, poco después del golpe de Estado de julio de 1936. Foto: Getty.

En Valencia sucedió algo parecido. El 20 de julio, tras haber hecho un seguimiento muy detallado de lo ocurrido en Madrid y Barcelona, el general de la III División, Fernando Martínez Monje, se reunió con sus oficiales de mayor confianza y resolvieron por amplia mayoría permanecer leales a la República. Esta determinación, junto al apoyo civil, decantó la balanza. Pero lo más importante de esta victoria es que empujó hacia la derrota el resto de intentos de rebelión en la costa mediterránea.

Lo más curioso en el resultado de todos los enfrentamientos mencionados es que en ellos se puede encontrar un patrón. Según explica Pilar Mera Costas en 18 de julio de 1936: El día que empezó la Guerra Civil (Taurus, 2021): «Ninguna ciudad de España se mantuvo en poder de la República sin la ayuda de, al menos, una parte de las fuerzas de orden público. Fue, por tanto, la decisión del grueso de las guarniciones militares de participar o no en la rebelión, o la posición de la Guardia Civil y de Asalto, lo que decantó la suerte de la rebelión».

Al otro lado de la rebelión

En cualquier caso, la que no parece cierta es la imagen romántica que se ha dado en ocasiones de la resistencia a la insurrección del 18 de julio de 1936, ni que la derrota o victoria de esta se puede medir en términos de valentía popular. Tampoco resulta fácil explicar por qué unos se sublevaron y otros permanecieron fieles a la Segunda República, ya que las causas son múltiples. Lo que nadie se imaginaba entonces es que aquella rebelión fuera a desembocar en una guerra de tres años y que provocaría medio millón de muertos, otro medio millón de exiliados y una dictadura de casi cuarenta años.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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