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miércoles, mayo 14, 2025

Los ‘campos de la infamia’, la reubicación de los ciudadanos japoneses en EE. UU.

El ataque a Pearl Harbor marcó un punto de inflexión en la vida de los residentes nipones en Estados Unidos. El temor al establecimiento de una quinta columna entre la colonia japonesa motivó su traslado a campos de internamiento, una traumática decisión que marcó su devenir y el de futuras generaciones. En 1942, el presidente Franklin D. Roosevelt firmó el decreto de internamiento.

Pequeños estudiantes de primer grado, algunos de ascendencia japonesa, juran –con la mano en el corazón– lealtad a la bandera de Estados Unidos (abril de 1942). Foto: Album.

La presencia japonesa en territorio norteamericano se remonta a mediados del siglo XIX. En 1868, la sociedad nipona acometió un vertiginoso proceso de modernización que provocó una meteórica transformación social. El emperador Meiji inició las reformas que abolirían el viejo sistema feudal en pos de una economía capitalista e industrializada. Como resultado, de la noche a la mañana miles de personas abandonaron las zonas rurales y ciudades como Tokio u Osaka comenzaron a sobrepoblarse. El gobierno nipón, consciente del problema, fomentó un fenómeno hasta entonces prohibido en el país del Sol Naciente: la emigración. Gracias a ella, el ejecutivo gestionó el problema demográfico y abandonó la tradicional política sakoku de país cerrado.

Un arraigo cuasi centenario

Hawái (que en aquel momento no formaba parte de Estados Unidos) se convirtió en el primer alojamiento de los nikkei (nombre que designa a los emigrantes japoneses y sus descendientes). Se trataba de un pequeño grupo de 148 personas que arribaron al archipiélago en 1868 para trabajar en los campos de caña de azúcar. Doce años más tarde, Estados Unidos recibió a sus primeros inmigrantes. Se calcula que, entre los años 1886 y 1911, más de 400.000 personas recalaron en el país para trabajar en sectores tan diversos como las fábricas conserveras de salmón situadas en Alaska, la industria maderera de Oregón, las explotaciones agrícolas californianas o las cuencas mineras de Utah, además de la construcción de vías férreas.

La oleada migratoria fue de tal calibre que, en 1907, el presidente estadounidense Theodore Roosevelt pactó con el gobierno japonés la restricción migratoria proveniente del país asiático. Mediante el acuerdo, conocido como Gentleman’s Agreement o Pacto de Caballeros, Tokio limitó la concesión de permisos pero accedió a que los emigrantes varones establecidos en territorio norteamericano pudiesen traer a sus padres, hijos e incluso a sus esposas conseguidas a través de matrimonios concertados. Esta medida desvió el tránsito hacia otros destinos como America Latina. A fin de evitar picarescas, el redactado incluyó una cláusula secreta que impidió la emigración a México, para evitar un hipotético cruce fronterizo desde el país vecino.

Decenas de nikkei y de nisei hacen cola a las puertas de una estación de control civil y registro para alojamiento en centros de reubicación, en San Francisco, en 1942. Foto: Album.

Convivencia y discriminación

Con el paso del tiempo, la comunidad japonesa no solo se asentó, sino que emprendió sus propios negocios y los primeros restaurantes, tiendas y alojamientos destinados a sus compatriotas dejaron paso a almacenes o sastrerías orientadas a toda clase de público. Además, muchos agricultores nikkei adquirieron terrenos y compitieron con las granjas y explotaciones autóctonas. Todo ello avivó un sentimiento antijaponés, respaldado por la prensa, que etiquetó al nipón como un enemigo del trabajador estadounidense, una amenaza para la feminidad y un agente corruptor del modelo social.

En 1913, California aprobó la Ley de Tierras para Extranjeros. Su redactado prohibió a los foráneos no elegibles para la ciudadanía la posesión de tierras agrícolas o el arrendamiento superior a tres años de las mismas. Unas condiciones revisadas al alza en 1920, cuando desapareció esta última opción. Finalmente, la Ley de Inmigración aprobada en 1924 restringió el tráfico migratorio no europeo y asestó un duro golpe a países como Corea o Japón.

No obstante, en 1930, una nueva generación relevó a la anterior. Eran los llamados nisei, hijos de los nikkei nacidos ya en Estados Unidos. Su existencia desveló una nueva realidad: sus miembros preferían las costumbres autóctonas a las importadas desde su país de origen. Hablaban inglés, practicaban el cristianismo y anteponían la gastronomía, la música y las normas sociales locales a las heredadas de sus antepasados. En este sentido, esta generación se identificó como japoneses estadounidenses en vez de inmigrantes japoneses. Un matiz significativo.

Una familia de japoneses estadounidenses de San Francisco (California) en proceso de reubicación. El niño lleva una gorra que dice “Recuerda Pearl Harbor”. Fotografía de abril de 1942. Foto: Album.

La Orden Ejecutiva 9066

El ataque japonés a Pearl Harbor, ocurrido el 7 de diciembre de 1941, condicionó el futuro de los 120.000 nipones residentes en Estados Unidos. Durante la primera semana posterior a la agresión, cerca de 2.000 nisei, entre los que se hallaban periodistas, funcionarios públicos o prominentes empresarios, fueron arrestados. La sociedad norteamericana, sensibilizada por las imágenes provenientes desde Hawái, proyectó su odio hacia dicha comunidad y no tardaron en aparecer los primeros síntomas racistas. Como el ofrecimiento de «afeitados gratis a los ‘japos’» anunciada por una barbería californiana que evitaba cualquier responsabilidad ante un «posible accidente» o la predisposición de una funeraria a realizar negocios antes «con un ‘japo’ que con un estadounidense».

La prensa, como ocurrió con anterioridad, añadió más leña al fuego cuando alertó sobre el surgimiento de una quinta columna, una idea adoptada por el teniente general John L. DeWitt, que lideró el internamiento de japoneses-estadounidenses. El 9 de diciembre, DeWitt anunció la aparición de aviones japoneses sobre el cielo nocturno de San Francisco. Desde su punto de vista, el ataque era cuestión de horas. No obstante, estas inexistentes maniobras, así como la búsqueda infructuosa de portaaviones enemigos fondeados frente a las costas estadounidenses, relajó a los sanfranciscanos, una conducta que exasperó al militar. Dewitt no dudó en calificarlos de «necios, idiotas y estúpidos», amenazándoles con una visita policial para convencerlos del peligro «a base de porrazos».

Owen Roberts, juez de la Corte Suprema, presidió una comisión destinada a esclarecer el ataque a Pearl Harbor. El informe final denunció la participación consular nipona y la de algunos ciudadanos hawaianos en las labores de espionaje que facilitaron la operación militar. Sus conclusiones respaldaron el internamiento de la colonia japonesa en centros especiales. Fruto de esta presión, el 19 de febrero de 1942 Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066 que autorizó al Ejército a evacuar a todas y cada una de las personas de determinadas «áreas militares» y proporcionarles alojamiento en otro lugar.

En el centro, instrucciones para las personas de ascendencia japonesa residentes en la primera sección de San Francisco, afectada por la reubicación. Foto: Album.

Controversias políticas

A principios de marzo de 1942, Dewitt designó como Área Militar 1 a las mitades occidentales de Washington, Oregón y California. La mitad sur de California, sumada a la zona sur de Los Ángeles, completó dicho perímetro. El resto de territorios pertenecientes a estos estados conformaron el Área Militar 2. Aquel mismo mes, finalizado el proceso, se emitieron las primeras órdenes de exclusión civil para desplazar a todos los japoneses, tanto nacionales como extranjeros, hacia campamentos de reubicación situados en localizaciones interiores. Tan solo hubo una excepción: la exclusión de los nipones hawaianos, porque su mano de obra impulsaba la economía insular.

La ubicación de los campamentos generó rechazo y tensiones entre diversos gobernadores. Nels Smith, representante de Wyoming, comentó desairado: «La gente de Wyoming tiene aversión por los orientales y no tolerará convertirse en el vertedero californiano. Si traes japoneses a mi estado, te prometo que colgarán de los árboles«. Chase Clark, gobernador por Idaho, sentenció: «Los japoneses viven como ratas, se reproducen como ratas y actúan como ratas. No quiero que vengan a Idaho». Ralph Carr, gobernador de Colorado, emitió el único discurso favorable: «Si les dañas a ellos, me dañas a mí. Me crié en un pequeño pueblo donde conocí la vergüenza y el deshonor que genera el odio racial».

Geografía del desasosiego

El proceso de reasentamiento fue incierto y doloroso. Una vez emitida la orden de exclusión, la persona disponía de una semana para registrarse ante las autoridades, recoger sus efectos personales e informar al centro de reunión más cercano a su domicilio. Deshacerse de sus activos formó parte del procedimiento y familias enteras se vieron abocadas a malvender las casas y los negocios que tantos esfuerzos les había costado obtener. La premura hizo que, en determinados casos, las propiedades cambiasen de manos por una pequeña parte de su valor real o que, simplemente, fuesen abandonadas.

Escaparate de una tintorería japonesa de Little Tokyo, en Los Ángeles, en abril de 1942. A juzgar por el texto de “CLOSING”, los propietarios iban a ser reubicados en California. Foto: Album.

Llegados a este punto, la pesadilla no hizo más que empezar. Los centros de reunión carecían de acomodo alguno. Se trataba de hipódromos o recintos feriales acondicionados a toda prisa en donde las familias dormían en establos o al raso mientras aguardaban su traslado a los diez campos construidos en Arizona, Arkansas, California, Colorado, Idaho, Utah y Wyoming.

La War Relocation Authority, el organismo gubernamental encargado de gestionar el reasentamiento, comenzó su trabajo en marzo de 1942. La primera evacuación comenzó el día 24 en la isla de Bainbridge, Seattle, y antecedió a las iniciadas en la costa oeste. Al finalizar el proceso, la WRA había emitido un total de 108 órdenes dirigidas a un millar de personas cada una. Cientos de trenes y autobuses trasladaron a los internos hacia unos campos similares a prisiones. Los recintos, alejados de núcleos urbanos y rodeados de alambradas, poseían torres de vigilancia desde donde los guardias custodiaban a los prisioneros. Los barracones, carentes de agua corriente, albergaron a una población angustiada ante su aciago futuro, desprotegida frente a las inclemencias climatológicas y carente de intimidad.

Campo de béisbol en el centro de reubicación de Minidoka, en Idaho. Foto: Shutterstock.

A medida que transcurrieron los meses, se relajaron las condiciones de vida castrenses y comenzaron a asignarse trabajos a los varones adultos, mientras sus hijos acudían a las escuelas edificadas en los campos. Los salarios percibidos eran exiguos (doce dólares mensuales para trabajadores no cualificados y diecinueve para los especialistas) comparados con los sueldos medios norteamericanos, pero permitieron cierta autonomía. Las comunidades resultantes se rigieron por un consejo de gobierno que canalizó adecuadamente las actividades sociales recién aparecidas como la creación de periódicos, negocios, equipos deportivos e incluso departamentos de policía y hasta de bomberos.

Una herida abierta

En 1943, el gobierno requirió a los internos retirar su lealtad al emperador y preguntó su predisposición a enrolarse en el ejército. Los cerca de 8.500 nisei que respondieron negativamente fueron recluidos en Tule Lake, California. Este traslado provocó un efecto no deseado en determinados sectores oficiales. Un reducido número de figuras cercanas al presidente argumentó que, aislados los desleales, debía liberarse al resto. Acto seguido, el fiscal general Francis Biddle y el secretario de interior Harold Ickes solicitaron a Roosevelt la anulación del programa. Finalmente, el 2 de enero de 1945, la War Relocation Authority canceló el internamiento y compensó con 25 dólares y un billete de tren a cada uno de los internos.

El fiscal general de Estados Unidos, Francis Biddle, en 1941. Foto: Getty.

Lamentablemente, el regreso deparó una desagradable sorpresa a los recién liberados. Muchos comprobaron cómo sus vecinos les habían robado las posesiones abandonadas a toda prisa. Otros tantos sufrieron la expropiación gubernamental de sus viviendas, al no haber satisfecho a tiempo los impuestos, y algunos terratenientes descubrieron que sus peones habían vendido sus tierras durante su obligada ausencia. En definitiva, el internamiento forzoso supuso la pérdida de todos sus bienes y un desarraigo que no solo alteró sus estructuras sociales, sino que además los instaló en la desesperanza.

Los primeros reconocimientos llegaron en 1946 cuando el presidente Truman homenajeó al 442 Regimiento de Combate en la Casa Blanca. Dos años más tarde, firmó la Japanese American Evacuation Claims Act, una primera ley compensatoria del todo insuficiente. En 1952, la ley McCarram-Walter anuló la Ley de Inmigración promulgada en 1924 y permitió la naturalización de los nisei. No obstante, habría que esperar más de dos décadas, hasta 1976, para que el presidente Gerald Ford aboliese la Orden Ejecutiva 9066 y pidiese disculpas a la comunidad nipona. En 1980, el presidente Jimmy Carter encargó una comisión oficial, y ocho años más tarde, Ronald Reagan firmó la Ley de Libertades Civiles, que, aparte de reconocer la injusticia sufrida y compensar con 20.000 dólares a cada superviviente, otorgó una naturaleza basada en «prejuicios raciales, histeria de guerra y falta de liderazgo político» a la Orden Ejecutiva 9066.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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